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viernes, 31 de julio de 2015

Crisis orgánica y hegemonía neoliberal

 Las crisis orgánicas son acontecimientos que nos permiten profundizar en las relaciones entre la esfera política y la económica


José Luis Villacañas   |   La categoría de “crisis orgánica” es el núcleo de la filosofía, de la praxis y de la historia de Antonio Gramsci. Para explicarla, necesitamos algunos otros conceptos que constituyen la geografía teórica del pensador italiano. Ante todo, son relevantes los conceptos de revolución activa y nación política, básicos para entender la hegemonía y las ilusiones burguesas. La Revolución francesa, como revolución nacional típica, aunque se enfrentaba a una crisis política de largas raíces, se produjo en convergencia con una crisis económica y fiscal inaplazable. El colapso verdadero concernía a la imposibilidad de desplegar la forma capitalista bajo un régimen de omnipotencia absolutista que obedecía a otros tiempos históricos y que disponía de una capacidad fiscal extractiva obstaculizadora. Ajustando el tiempo histórico del Estado y del capitalismo, la Revolución hizo que durante una época, se pensase que la forma política nacional era la adecuada a la economía nacional burguesa. Sin duda, la miopía de la época respecto de sí misma consistió en considerar a la clase burguesa –el Tercer Estado, que diría Sieyès– como la clase nacional total, frente a la que no habría alteridad. Los intereses políticos y económicos de esa clase fueron durante un tiempo los de la nación entera. Sectores campesinos y artesanales se integraron como elementos subalternos de su hegemonía. La dominación burguesa fue legítima por un tiempo porque ayudó a realizar los intereses históricos de los sectores populares.

Esta es la versión típica de Gramsci, que es la de Marx. La crisis orgánica de 1848 permitió comprender que la clase burguesa no era la clase total, ni nacional. Por el contrario, al desplegarse con la suficiente libertad, producía en su seno su propia alteridad, la clase de los proletarios. Con ello se hundieron las ilusiones burguesas de organizar una racionalidad política orgánica sobre el capitalismo como forma económica. Allí quebró la primera figuración hegemónica de la burguesía, que pasó a entenderse sólo como una formación ideológica. La cooperación con los elementos populares, campesinos, artesanos, intelectuales, que había sido eficaz en 1789, se disolvió al verse estos últimos no como elementos subalternos cooperadores, sino como elementos oprimidos y hostiles. Con la idea de crisis orgánica se comprendió la contradicción interna del capitalismo, así como su imposibilidad a la hora de asentar sobre sus meras bases económicas una racionalidad política. Por eso se trató de una crisis orgánica: lo que parecía un organismo se reveló como un dispositivo explosivo.

Desde entonces, podemos llamar crisis orgánica a los acontecimientos históricos que desvelan la verdad socio-política del capitalismo, su incapacidad para generar por sí mismo racionalidad política, su necesidad de aparatos ideológicos potentes para ocultar esa incapacidad. Como tales, las crisis orgánicas ponen en cuestión la estructura hegemónica que resulta necesaria para ofrecer la expectativa de que bajo el capitalismo se atiende a la razón política general. Las crisis orgánicas suponen una oportunidad para evidenciar que el capitalismo no es soberano ni puede serlo, y que necesita instrumentos para impedir que el Estado despliegue su razón autónoma capaz de interferir en sus procesos de acumulación. Sin embargo, las crisis orgánicas en el pensamiento clásico muestran mucho más. Como es natural, para superarlas es necesario conformar visiones ideológicas que encubran esas tensiones. Pero en el momento de la desnudez ideológica, de la pura dominación, muestran los fortines de defensa de las estructuras económicas instaladas en los aparejos de la sociedad civil y el Estado. Transparentan así las funciones de los partidos políticos otrora hegemónicos y de aquellas instituciones que son decisivas para la traducción ideológica de lo privado en lo público, para la presentación de un régimen de beneficiarios limitados como un régimen de interés general. En las crisis se hacen evidentes sus debilidades en tanto que obligan a estas agencias a operar en condiciones que ya no son hegemónicas, cuando los viejos elementos auxiliares y subalternos han dejado de creer que sus intereses son compatibles y atendidos por la dirección política vigente. Se produce, entonces, una dominación sin hegemonía, esto es, una dominación sin legitimidad, que somete a las instituciones a estrategias defensivas brutales que violan las propias bases normativas en las que pretenden instalarse, y las expone a la tentación permanente de una desnuda función represiva.

Sin embargo, las crisis orgánicas muestran algo más profundo, que no procede del análisis marxista, y que Gramsci tampoco vio. Las crisis orgánicas son acontecimientos que nos permiten profundizar en las relaciones entre la esfera política y la económica. Y es que la mayor premisa ideológica es la que considera que la esfera real de la economía se parece a la esfera teórica de la economía. Ni siquiera Foucault supo exponer con claridad que, a pesar de que nunca antes ambas esferas estuvieron más cercanas que en la época neoliberal –que impone que la gente rija su vida interiorizando las categorías de la economía–, su unificación es imposible. La esfera real de la economía jamás coincidirá con la esfera teórica. Esta confusión ideológica es tan antigua como el liberalismo –lo que le obligó a dotarse de bases normativas muy fuertes– y ha llegado a su cima en el neoliberalismo.
Como tal, esta ideología asume que el capitalismo puede desplegarse al margen de las instituciones políticas y de forma independiente de ellas porque, de hecho, solamente atiende necesidades y demandas individuales que se expresan en el mercado. Este enunciado, que evita toda consideración política del mercado, no goza de evidencia histórica. Nunca jamás en la historia se dio un mercado sin definición política. El capitalismo ha atendido de forma continua demandas sociales organizadas bajo formas políticas. No puede vivir al margen de ellas puesto que para producir ya las necesita. De ahí que las crisis orgánicas muestran sobre todo las formas de recomponer la hegemonía, propias de las elites y estratos sociales que no pueden desplegar el capitalismo sin la integración en los aparatos del Estado y, por tanto, sin la cooperación de elementos subalternos a fin de proponer sus intereses como generales. A diferencia de la revolución activa inaugural, estas nuevas formas de recomponer la hegemonía no necesitan darse mediante revolución activa. Pueden darse mediante revoluciones pasivas.

Lo peculiar de nuestra crisis orgánica es que no deriva de la inicial separación de los subalternos de sus funciones y pactos en el seno de la hegemonía vigente. Los sectores subalternos siguen fieles al imaginario del Estado de bienestar. La crisis se deriva de la ruptura de los pactos fundadores de dicho Estado social realizada por la posición dominante, la que se instala en los cuarteles directivos del capitalismo, ahora bajo la forma de capital financiero. Aunque se trata de un proceso muy complejo, la clave de la crisis fue la incorporación del capital financiero al Estado de bienestar, destruyendo su sentido, función y estructura. De ahí la necesidad de que ese capital financiero, alojado en una crisis orgánica, necesite dotarse de ideologías capaces de ofrecer una nueva estructura hegemónica. Esa es la formación que hasta ahora se ha llamado neoliberalismo. Lo que necesita el capitalismo actual no es sólo afirmar el principio de que el Estado no debe determinar la economía. Este es un elemento necesario, pero no suficiente. En realidad, el capitalismo no puede vivir sin Estado: él define, regula y perfila las necesidades colectivas que constituyen la trama más nutrida de las demandas económicas. Este capitalismo, como cualquier otro, necesita mantener en pie esa estructura estatal. Y además, necesita mantener sus bases democráticas, sin las cuales el hecho mismo del mercado no tiene verosimilitud. Mas para desactivar estas posibilidades democráticas, se precisa de un elemento que reconfigure la función del Estado, que haga olvidar su inexcusable dimensión económica, y que presente la tarea del mantenimiento de la seguridad como única y esencial. Con ello se pasa por alto la decisión que en todo caso debe tomar a favor de ordenar lo común o privatizarlo.

Para que esta brutal construcción ideológica se convierta en hegemónica se necesita una despolitización generalizada, favorecida por las masas de emigración, con su desarraigo casi inevitable, pero sobre todo un embrutecimiento educativo y cultural que evidencie en cada caso el imaginario preferido de un individuo dejado a su suerte en un mundo selvático. Esta será la ley de la hegemonía capitalista que viene: una elaboración teórica mínima, basada en pulsiones descarnadas de seguridad y libertad de consumo, que bien puede llamarse hegemonía en grado cero, puramente reactiva, que le basta anular cualquier visión alternativa. Pero incluso en este grado cero, la posibilidad de cierre orgánico es limitada y el futuro de crisis orgánica abierto. Pues no hay manera de reconciliar una libertad de consumo que amenaza con la pobreza y la vida precaria y una seguridad que amenaza con asfixiar toda libertad y toda demanda de inteligencia de las cosas.

Lo que está en juego en estos momentos en Europa y en el mundo es la aceptación pasiva de esos planes de despolitización general de la ciudadanía. Lo único que puede detenerlos es la configuración de ciudadanías políticamente activas, capaces de fundar pactos diferentes entre sectores productivos y demandas sociales y generar un escenario de futuro que abandone el llamado Estado de bienestar, una fórmula que encerraba en su seno todas las contradicciones que han acabado con él. Ese escenario de futuro pasa por el reconocimiento de los límites de lo que puede ser atendido por soluciones capitalistas de mercado, un abandono del crecimiento como obsesión, una elaboración de lo singular en otras claves y la emergencia de un deseo de lo público como actividad productiva, gozosa y afectiva. En suma, sólo una ofensiva que, desde fuera, impida que la crisis orgánica en la que estamos cristalice en esa hegemonía cero, limitada y estrecha, del neoliberalismo autoritario en ciernes.

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