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domingo, 23 de agosto de 2015

El Socialismo del Siglo XXI - Heinz Dieterich [PDF Descargable]



Un refrito sociológico e histórico-filosófico de la utopía de
un mundo más justo

Heinz Dieterich, profesor emérito de la Universidad Autónoma Metropolitana en México,
“no tiene familia ni patria, pero un destino: la revolución. A gente como Chávez o Castro les facilita la teoría. El sociólogo alemán es el ideólogo jefe de los movimientos suramericanos de izquierda. En Latinoamérica es una estrella, en su tierra pocos lo conocen. Con Hugo Chávez debatía hasta las tres de la mañana. Conoce al presidente de Bolivia Evo Morales y a Rafael Correa de Ecuador tan bien que hasta le piden análisis de la situación política. Todos ellos hacen referencia a su teoría del Socialismo del Siglo XXI.” (El semanario alemán Die Zeit, 1–10–2008)
Aquí se presenta un sociólogo que no piensa ofrecer sus servicios con una investigación social empírica sobre ‘la pobreza’, teorías sobre ‘la sociedad de trabajo’ en la que ‘se acaba el trabajo’ u otros ‘riesgos de la modernidad’, sino con otra cosa: con un modelo de un mundo mejor y socialista. Con su elaboración de un “Socialismo del Siglo XXI” adopta el papel de asesorar los gobiernos y movimientos latinoamericanos de izquierda y encuentra resonancia en la izqu‘ ‘ierda europea como teórico de los esfuerzos de allí por mejorar las condiciones de vida.
No obstante, los enunciados teóricos de Dieterich son más bien sencillos. La crítica y los argumentos que él propaga bajo el lema del “Socialismo del Siglo XXI” se resumen básicamente en un solo concepto equivocado pero muy corriente entre contemporáneos críticos: las condiciones capitalistas en el mundo son injustas; no deberían y no tendrían que ser así, si las organizáramos de una manera más justa. De ese suspiro hondo confecciona una crítica al capitalismo y un modelo de un mundo mejor.

La reflexión del remediador sobre el mundo: “¡Los de arriba son todos sinvergüenzas!”

Ese hombre conoce la miseria que depara el orden mundial capitalista a sus víctimas. Y tiene una explicación. Pero no exactamente de las ásperas costumbres que prevalecen en el mundo: Dieterich razona sobre el hecho de que no se ha conseguido eliminarlas:
“El género humano ha transitado por las dos grandes vías de evolución que tenía a su disposición: el capitalismo y el socialismo histórico (realmente existente). Ninguno de los dos ha logrado resolver los apremiantes problemas de la humanidad, entre ellos: la pobreza, el hambre, la explotación y la opresión de tipo económico, sexista y racista; la destrucción de la naturaleza y la ausencia de la democracia real participativa.” (Heinz Dieterich: El Socialismo del Siglo XXI, p.9)1
Dieterich se figura la pobreza, la represión, etc. como problemas que existen así por así y ya, como destino humano; y no contempla los sistemas político–económicos que prevalecían en el siglo XX como modos de producción que producían esas condiciones, sino como intentos fracasados de mitigarlas. Habla de “la explotación” y “la degradación de las condiciones de vida naturales” y, a priori, no se le ocurre en absoluto pensar en el “capitalismo industrial” –ni en el “socialismo histórico”– como causante de tales “problemas”, sino que es perfilado como la solución fracasada. ¿Pero estas condiciones que se abordan tan distinguidamente como “problemas urgentes” cayeron de las nubes?
Claro que no. Y claro que Dieterich tampoco lo ve así. Él conoce la raíz de estas condiciones incriminadas:
“La humanidad ha caído en manos de una elite delincuente, compuesta por unos diez mil banqueros, industriales y políticos profesionales que usan los recursos del planeta y los frutos de nuestro trabajo, para sí. Monopolizan los beneficios de la energía, de la tecnología, de la ciencia, de los alimentos, de la educación y de la salud, dejando a las mayorías en la miseria y el desamparo.” (p.51)
Dieterich conoce culpables, y con ello los elementos de su cosmovisión crítica se completaron. Ese hombre contempla la miseria en el mundo; está en contra de ella como cualquier persona razonable que no acepta estas condiciones como Dios lo manda o con el cinismo de considerarlas predefinidas; él quiere saber cómo ponerles remedio y por qué éste tarda en ser aplicado. Y en este punto comienza un error de pensamiento que resulta ser funesto precisamente por ser compartido por tanta gente que se niega a conformar con la situación actual del mundo. Ya el señalar las condiciones reinantes como “problemas de la humanidad” desvía la atención porque salta a la vista que esta humanidad se divide en categorías muy distintas cuyos problemas con la miseria en el mundo pueden ser muy diferentes, hasta incluso para algunos no es un gran problema en absoluto. La “humanidad” que Dieterich tiene en cuenta como el sujeto afectado no existe – menos en un sentido completamente idealista: es el título para el carácter universal que Dieterich pretende otorgar a su propio deseo de abolir pobreza, represión, etc. Obvio que no encontrará a nadie que se entusiasmara a favor del hambre y la miseria. De primero las “elites” le atestiguarán unánimemente que todo eso es una terrible problemática también para ellos. Sin embargo, esta es una razón de más para llegar a la conclusión de que esa buena voluntad unánime no es una magnitud real ni mucho menos el objetivo socialmente establecido que determine el rumbo de las cosas. Dieterich sí llega a esa conclusión – y a la par la rehúsa en cuanto apunta a la malicia de la flor y nata de la sociedad, como si ésta fuera la explicación. Así defiende su visión, ahora decididamente contra las relaciones y condiciones realmente imperantes, de que la voluntad de mejorar el mundo en realidad es la determinante a la cual el mundo por lo menos debería hacer caso. Obstinado en esa idea, incluso reconoce los sistemas político–económicos que crearon conforme a sus leyes el mundo del siglo XX como “grandes caminos de la evolución” en los que “la humanidad” trataba de sujetar sus penas –que en el fondo él considera naturales–. Es que simplemente no le interesa saber que la lógica político–económica de un sistema como el del “capitalismo industrial”, si por este “camino” se llega a una extensión de depauperación y represión, evidentemente no pretende acabar justamente con la explotación y degradación de las condiciones de vida, sino que persigue fines por cierto mucho más concretos. No quiere saber nada de que la razón de tales “problemas” radica en unos objetivos convertidos en ‘leyes económicas’ y que uno tiene que investigar los objetivos si toma en serio su propósito de eliminarlos. En lugar de eso, hace uso de una distinción extremamente inadecuada entre los enigmáticos “caminos de la evolución” humana, creyendo que como megaproyectos para mejorar el mundo en el fondo los tiene a su favor, y la elite realmente en el poder a la cual acusa moralmente de abuso criminal de todas las conquistas del progreso humano. Ni siquiera le parece digno de explicar cómo logró la humanidad en su camino esperanzador de desarrollo terminar en las manos de estos criminales. Para Dieterich, las cosas del mundo quedan explicadas con sacar la cartulina roja a los que en este mundo están realmente en el poder: Puros sinvergüenzas “de arriba” que corrompen el esfuerzo de la historia mundial por la eliminación de todas estas atrocidades que existen así por así.
Por decirlo brevemente: Si a uno le molestan los efectos devastadores de la economía mundial de mercado, entonces ha de tomar una decisión. O tomar en serio su repugnancia e ir al fondo de las condiciones repugnantes, para acabar desde allí estas condiciones; o plantearse el deseo de un mundo mejor como inspirador de toda crítica, figurarse una alternativa y acusar a los potentados de incumplimiento de su deber por desechar la realización de esta alternativa en vez de resolver de este modo todos los problemas de la humanidad.
Dieterich ha tomado su decisión. No quiere saber nada del porqué de las condiciones incriminadas, es decir –que es lo mismo– de los frutos del orden reinante de ese mundo. En la evaluación de los “grandes caminos de la evolución”  ni se dedica al objetivo de la economía política del “capitalismo industrial” que define la ‘realidad social’, ni al objetivo del “socialismo histórico”, ni a sus respectivas consecuencias necesarias perjudiciales para la gran mayoría. En su afán de remediar el mundo, parte de la idea de que el orden que lo impera en el fondo debería compartir su causa y la de todo buen ser humano: hacer el mundo mejor. A esta atribución comprensiva añade la pregunta errónea de por qué el orden imperante no logra lo que espera de él. La respuesta que encuentra es la debida.

El capitalismo: un sistema desnaturalizado de enriquecimiento injusto

La posición de Dieterich, según la cual la situación del mundo es una cuestión de tener la buena voluntad para remediarla, predetermina dónde encontrar la razón de esa omisión del deber: los gobernantes son de mala intención; se han apropiado de todas las conquistas de la  “evolución” humana que normalmente deberían estar para resolver las problemas de la humanidad, usurpándolas para su egoísmo. Dieterich aclara esa idea sirviéndose de la economía política del capitalismo:
“Precios son, al contrario del valor, magnitudes subjetivas que hoy en día no tienen mucho que ver con el valor. En la economía de mercado, el precio es lo que es el revólver en un atraco al banco. Quien tiene el revólver en el banco obtiene la riqueza (monetaria); quien es capaz de determinar los precios en la economía de mercado se apropia del plusproducto. Los precios no son nada más que los mecanismos legales de expropiación de la riqueza social en la crematística. De hecho son el mecanismo de enriquecimiento decisivo de la elite económica, y como tal tienen tanto que ver con la justicia y el consenso como Adolf Hitler con la democracia.” (pp.158s., versión alemana)
También para el teórico del mejoramiento del mundo está claro que el poder que los malos ejercen sobre el mundo radica en “mecanismos” sociales, en la institucionalización de la división social de trabajo y de las relaciones de poder en la sociedad. Sin embargo, estos mecanismos le interesan exclusivamente desde el enfoque preconcebido de que los potentados se adueñaron de ellos, dándoles el uso indebido como arma. Su distinción entre ‘valor’ y ‘precio’ se reduce a este contenido: La categoría del ‘valor’ se cataloga como conquista evolucionaria y pasa por ser una cosa muy buena; en cambio los potentados por su mala intención la falsean al convertir el valor en ‘precio’, explotando así la humanidad. Ésta es la única idea con la que Dieterich analiza el sistema de precios que rige en la economía de mercado: es injusto, y con ello se ha dicho todo.
O casi todo. Por el reconocimiento científico que Dieterich desea, añade a su moralismo crítico la noble legitimidad de una teoría, haciendo referencia a Marx y utilizando eruditismos como “crematística”, extendiendo prolijamente su idea de la injusticia y, por tanto, llega a conocimientos tan interesantes como el siguiente:
“El problema de la injusticia económica no reside en el dinero.” (Entrevista a Dieterich, rebelión, 2–1–07)
Si esto en su totalidad fuese de verdad un intento de una explicación, entonces se podría objetar con la relación verdadera entre el valor y el precio en la economía de mercado: que el valor existe solo y únicamente en forma del dinero, siendo éste la medida de la disposición privada de la riqueza; que, por tanto, la apropiación y acumulación de dinero en manos privadas son la finalidad superior de una ‘economía monetaria’; que la disposición de dinero en la cuantía suficiente dota del poder económico de mandar sobre el trabajo ajeno como medio para la propia acumulación de dinero; que la explotación no reside en el intercambio injusto de mercancías, sino en la producción; que el salario mide el valor del trabajo para el que lo emplea; etc. Sin embargo, tales reflexiones se encuentran con una teoría que desde el principio hasta el final transmite sólo esa idea de la injusticia. Desde esa perspectiva, ese hombre en cierta manera tiene razón: el dinero –por cuya acumulación va todo en el capitalismo porque materializa la disposición privada de la riqueza– se puede desacreditar de muchas maneras: como de su acumulación se trata, los empresarios no regatean esfuerzos para bajar los salarios y exprimir más rendimiento, y les conviene ahorrar empleados para bajar los costes salariales. Sin embargo, el hecho de que a Dieterich el sistema capitalista de acumular dinero le parece un sistema de distribución “injusta”, de verdad no “reside” en el dinero. Reside en su idea de que las leyes capitalistas de la producción de ganancia, el poder económico de la propiedad privada, pues el capitalismo como tal atenta contra la justicia de una debida producción monetaria, siendo pues una “desnaturalización crematística”.
Con respecto al mercado mundial, el antagonismo entre el trabajo salarial y el capital desvanece ya por completo; ahí Dieterich deduce sin complicárselo demasiado una apropiación ilegítima de otro tipo. Ya no son los agentes del capitalismo, sino los colectivos por naciones –tanto los capitalistas como los trabajadores de las metrópolis– que se apropian a costa de los demás naciones lo que en realidad no les corresponde:
“Los países industrializados europeos son sólo fiduciarios de la industrialización lograda por todos los pueblos del mundo, bajo inmensos sacrificios; y con el intercambio no–equivalente no hacen otra cosa que estafar a los pueblos no europeos diariamente con la parte que les corresponde históricamente, de la riqueza que se genera hoy día.” (El Socialismo..., p.42)
Es decir: todo el capitalismo es la perversión de una justicia de distribución por sí objetivada en el ‘valor’.

El Estado burgués: una perversión de la soberanía del pueblo

Dieterich también sabe nombrar un responsable de la perversión de esa por sí buena economía de dinero convertida en ladronería que existe en su imaginación: la política no impide que los falsamente beneficiados actúen, sino que legitima la ilegitimidad de sus actos:
“La democracia formalmente representativa legaliza los mecanismos de expropiación de la riqueza social en la crematística.” (p.46, ed.al.)
Porque también aquí hay un gato encerrado: la democracia no es lo que debería ser en el fondo, o sea un gobierno justo, sino también una perversión:
“En la realidad, los parlamentarios y senadores no representan a aquellos que les dieron el mandato, sino que los sustituyen. Elegidos para servir al pueblo, sólo sirven a dos amos: a las elites y a sus propios intereses. Con frecuencia, la representatividad de los gobiernos ni siquiera cubre el aspecto formal.” (p.22)
De nuevo, Dieterich compara su idea de un buen gobierno que está para organizar la distribución justa, con la realidad de la gobernación democrática, y está profundamente decepcionado. Respeta tanto la democracia que no se da cuenta de que la ‘sustitución’ de la voluntad política de los que reafirman el poder al votar a sus representantes es precisamente la gracia del asunto de su representación. El que el bien común consiste en fomentar la riqueza privada de dinero –de cuyos frutos también se mantiene el poder estatal– lo considera una transgresión contra su ideal de una soberanía ‘verdadera’ del pueblo, o sea de aquella soberanía popular que a él le ronda por la cabeza. Según Dieterich, no puede ser que la soberanía que surge continuamente del sufragio ciudadano sea producto de la voluntad popular. Y si todavía se siguen eligiendo los protectores políticos de los patrones de estos precios inmorales, entonces no porque se exprese la voluntad del pueblo, sino porque
“rigen, dentro del parlamento, los brazos derechos de la elite económica y la corrupción ideológica y material y fuera, el manejo de la percepción, la fabricación del consenso y la idiotización sistemática por los oligopolios transnacionales, la adoctrinación masiva (medios de comunicación) y el opio del consumismo.” (p.48, ed.al.)
De una democracia como Dieterich se la imagina, el pueblo como él se lo imagina sólo puede ser distraído por medio de la manipulación y el soborno, “el consumismo”, lo cual seguramente funciona muy bien con los que sufren “hambre, pobreza y explotación”.

El “Socialismo Histórico”: sistema en el que tampoco había justicia

Con el sistema del socialismo real, Dieterich tiene por delante un proyecto político–económico cuyo programa se enfrentó precisamente a la tarea que, según Dieterich, ambos “caminos de la evolución” no llegaron a resolver: eliminar la explotación y con ella todos los demás males que desgastan la humanidad moderna. No obstante, en busca de remediar el mundo de manera profunda, los expertos de ese sistema del pasado ahondaron en las mismas categorías político–económicas en las que Dieterich basa su crítica anticapitalista: los gobiernos de los países socialistas querían resolver la miseria –la que ya ellos tomaron por un fracaso del capitalismo–, con la aplicación de la ley del valor, un programa de planificar una economía, con magnitudes monetarias y cálculos de gastos y producción a base de la fijación de precios por el Estado, que implantaba y mantenía por medio de la ley unos cuantos antagonismos. Dieterich pretende haber notado que los resultados de ese proyecto no han sido buenos; sin embargo, las razones aquí tampoco le interesan. Según su dictamen, el “socialismo del siglo XX” ha fracasado tanto como el capitalismo, en tanto que no ha conseguido la equivalencia entre el ‘valor’ y el ‘precio’:
“Las economías de los países socialistas se basaron en cálculos de precio–costo en unidades monetarias que en general fueron orientados a los precios del mercado mundial o a las directivas socialistas del gobierno.” (p.78, ed.al.) “Los salarios no equivalían a los valores que los trabajadores habían agregado a los productos.” (p.36)
Una razón por ese fallo Dieterich por lo menos la insinúa:
“Para la dirección de partido que dirigía estos sistemas, la realización del viejo sueño de la seguridad social del movimiento obrero del siglo XIX se convirtió en una camisa de fuerza. Seguridad social a cambio de una democracia real.” (p.68, ed.al.)
También los socialistas de esa época querían remediar el mundo –aquí Dieterich hubiera podido reconocer su propio planteamiento–, a saber: realizar el sueño de la “seguridad social”; para ello querían montar un Estado que asegurara una producción en beneficio del pueblo mediante la fijación de precios y salarios justos y premisas de producción medidas en dinero. Pero el absurdo de abolir la propiedad privada para luego introducir el valor –derecho adquirido por medio del esfuerzo laboral a participar en la riqueza– como finalidad y patrón de todos los trabajos materiales y las necesidades: esto precisamente no es lo que Dieterich está criticando. Todo lo contrario: la definición del valor no fue aplicada suficientemente como determinante. Y como razón de ello se le ocurre –siguiendo el ejemplo de cualquier anticomunista– el lema de la “camisa de fuerza” que según él los antiguos socialistas se ponían justamente por tener intenciones sociales; el lema le acredita el cerrilismo ideológico de los remediadores del mundo de entonces. Esa intención “cerrilista” la pone de lado con la estúpida y vieja ideología liberal de que la “seguridad social” sólo es alcanzable a costa de la libertad ciudadana.

La nueva economía política: justicia como modo de producción

Ahora bien, el “socialismo del siglo XXI” lo hará mejor, haciendo uso de una “economía democrática de equivalentes”. En este modelo desaparecerán todas las injusticias cuando todos reciban con el salario exactamente lo que han contribuido a la riqueza de la sociedad:
“Entonces el salario corresponderá al tiempo de trabajo gastado... Los precios corresponderán a los valores y no comprenderán nada más que el total del valor equivalente del trabajo representado en los bienes. De esta manera se cierra el circuito de la economía en valores, que sustituye a la de precios.” (p.40)
Un tal circuito cerrado, efectivamente, no tendría nada que ver con el sistema salarial explotador del “capitalismo industrial”. Plenamente conservado quedaría, evidentemente, el absurdo fundamental del viejo sistema: la división social de trabajo no se realiza a través del contexto real de procesos de producción establecidos con el fin de optimizar con eficacia la satisfacción de las necesidades, sino a través de un intercambio en el que el trabajo realizado entra como magnitud determinante, abstrayéndolo de todo su contenido concreto. Un suministro de bienes de consumo tiene lugar sola y únicamente en dependencia de derechos a una cuantía de trabajo ajeno, adquiridos a cambio una cuantía de trabajo propio de exactamente la misma magnitud; el trabajo no se hace conforme a la demanda social de utilidades, sino para alcanzar un trozo del poder económico de acceso y hacer valer un título contra los demás. El diseñador del nuevo camino de la evolución humana no se deshace de este absurdo principio básico de la economía de mercado: la economía, también en su ideario, funciona a base del dominio individual sobre trabajos ajenos, obtenidos por medio del rendimiento puro, y un trabajo cuya utilidad se define por nada más que el esfuerzo rendido. Por cierto, Dieterich es socialista, y por tanto no confía a la norma del dinero la abstracción que reduce la actividad productiva de la gente a una mera cuantía, ni mucho menos a la norma de aquel dinero que los propietarios capitalistas ganan en el mercado con la utilización de trabajo ajeno como fuente de la propiedad acrecentada. Siguiendo ideas del siglo XIX, según las cuales los males del trabajo asalariado desaparecerían con la asignación de papeletas que representan horas de trabajo como medios de adquisición, Dieterich quiere medir la equivalencia de los diferentes trabajos sólo mediante el tiempo de trabajo gastado, y eso con la misma rigurosidad con la que los críticos más ignorantes de Marx malinterpretaron lo enunciado de éste sobre el valor y el trabajo – como si la torpeza y la lentitud pudieran ser mecanismos de enriquecimiento:
“Entonces, la gratificación del trabajador (ingreso) es directamente proporcional al tiempo de trabajo gastado, independientemente de su edad, género, estado civil, raza, nacionalidad, carácter del trabajo, esfuerzo físico, educación, dificultad, habilidad, práctica, dedicación personal, trabajo pesado y riesgo de salud, en fin: la gratificación corresponde a las horas de trabajo de manera directa y absoluta”. (p.99, ed.al.)2
En su concepto de un régimen económico de la equivalencia sobre la producción social, Dieterich no quiere saber nada en definitiva no sólo de la utilidad concreta del trabajo, sino tampoco del esfuerzo individual. Al menos está seguro de que el socialismo –según su concepción del mismo– hereda las fuerzas productivas desarrolladas por el capital y de las que éste ha confeccionado su herramienta de enriquecimiento:
“Dadas las condiciones actuales de las fuerzas productivas no cabe duda de que el trabajo manual necesario y el trabajo intelectual acaparan muy poco de la capacidad y del tiempo de la población activa del futuro. El orden económico postcapitalista solo es imaginable bajo la condición de liberarse del trabajo necesario.”  (p.94, ed.al.)
Curiosamente, con respecto a la concepción del “orden económico postcapitalista” de Dieterich sucede que no se puede hablar de “liberar” al trabajador del “trabajo necesario”. La verdad es más bien que el trabajo individual medido en horas tiene que procurar lo vitalmente necesario, y Dieterich está convencido de que la cuantía de necesidades insatisfechas, o sea la escasez, será lo suficientemente elevada para despertar a la gente las ganas de trabajar, algo que resulta altamente productivo para el sistema:
“También la economía equivalente ofrece, desde la perspectiva de los ingresos, estímulos para activarse. Cada uno incrementa sus opciones a bienes y servicios mediante su propia actividad. Siendo la única forma de incrementarlas, el incentivo material es mayor que en la economía no equivalente.” (p.105, ed.al.)
Así, de la manera más bella, confluyen la justicia y las fuerzas productivas, mejor aún que en los viejos sistemas de gratificación capitalistas y sobre todo en la ‘emulación socialista’ de la economía palanqueada del antiguo Bloque del Este: si la riqueza de la gente pobre no consiste en nada más que abonos de horas que fundamentan el poder de acceso cuantificado a los bienes producidos; todo interés económico se identifica con alcanzar dichos abonos, de ahí que se desgaste voluntariamente. Lo que en el capitalismo real consigue el capital por la fuerza explotando el trabajo abstracto como fuente de riqueza, es en la utopía brutal de Dieterich efecto del principio de la equivalencia: bajo el régimen de la justicia pura del intercambio la gnte se explota a sí misma voluntariamente y con ganas. A cambio tiene lo que según Dieterich más falta le hace: justicia salarial.
Evidentemente, la gratificación incondicionalmente justa por sí no implica la creación del conjunto material en cuanto a los valores de uso de la producción social, el cual es efectuado en el capitalismo real por la explotación de la mano de obra para el beneficio en el mercado, la competencia por la ganancia y la anarquía de los mercados. Para que realmente se “cierre” “el circuito de la economía en valores y no en precios”, al régimen de la retribución justa se ha de añadir todo aquello de lo cual Dieterich hace abstracción a favor de la equivalencia depurada de las horas contabilizadas: el contenido de los trabajos parciales, su conjunto en cuanto a la repartición de trabajo, su nexo con un sistema destinado a la satisfacción de las necesidades... Existe una cierta inconmensurabilidad –no solamente en el sentido teórico– entre la abstracta definición cuantitativa de la riqueza, medida en las horas de trabajo gastadas, y la riqueza material, el trabajo concreto, todo aquello de lo cual Dieterich prescindió minuciosamente para hacer prevalecer la justicia del valor: el mismo capitalismo demuestra lo brutal que es –¡no son para nada “problemas de la humanidad”!– la subordinación del trabajo concreto y de la satisfacción de las necesidades a la acumulación de la riqueza abstracta. Al contemplar el otro “gran camino de la evolución” –se habla del socialismo del siglo XX– se podría notar qué locura resulta de la voluntad de unificar las dos definiciones de riqueza por medio de una planificación para el bien del trabajador. A Dieterich, en cambio, esto no le parece ningún problema. Piensa lisa y llanamente que las horas de trabajo que asignan a cada uno su parte de la riqueza socialmente producida serán más o menos lo mismo que las cuantías de trabajo necesarias en los diferentes sectores de la producción para garantizar la vida de una sociedad, y que esto generará de alguna manera también el aumento de las fuerzas productivas.
Por cierto, un poco sí se ha de ajustar. Hay que apartarse un poco del principio de la equivalencia de las horas de trabajo e introducir una evaluación diferente, referente a la utilidad material.3 También deben estar disponibles ciertos bienes públicos, cuya utilización no se puede reglamentar mediante el derecho, adquirido por el trabajo propio, a un equivalente de trabajo ajeno: salud, educación, hasta la manutención de barracas militares inclusive soldados está incluida en la economía de equivalencia de Dieterich. Del ideal maniático de organizar y reglamentar el proceso material de una sociedad entera con un régimen planificador del trabajo abstracto (un régimen que fundamenta la planificación en la igualdad entre la aportación y el ingreso medidos únicamente en horas de trabajo) resulta –necesariamente– un cúmulo infinito de problemas de coordinación y antagonismos de intereses. Porque, una vez por todas, la justicia en la medición y repartición de títulos de acceso no sirve para dirigir una producción generadora de riqueza concreta, de la cual depende cada uno con sus títulos de acceso; la abstracción de toda materialidad del trabajo de los distintos sectores no procura definitivamente ninguna división del trabajo materialmente razonable. En realidad la justicia es una relación de poder apersonal para reglamentar antagonismos de intereses, y esto también se demuestra en la utopía de Dieterich: donde la riqueza consiste en títulos de acceso individuales, ahí rigen la exclusividad recíproca de los artículos de uso, relaciones de mutuo aprovechamiento, o sea todas las bellezas de la competencia aunque el autor de esa composición poética de la equivalencia no lo quiera saber. Y lo que sí es cierto, su lema de la asignación justa da resultado sola y realmente en cuanto a la restricción de las necesidades individuales, efecto con el que ya cuenta, teniendo calculado el valor verdadero y justo como acicate.
Conque es una insensatez y un régimen de mano dura lo que Dieterich proyecta en su economía de equivalencia. Sin embargo, de buena intención. Y efectivamente: acabaría con el gran problema de la humanidad, aquel único problema de todos que nos daba mala vida, la injusticia. Y esto –Dieterich no es mezquino– tanto en lo pequeño como en lo grande:
“Si todas las mercancías en todo el mundo se intercambiaran con base en el tiempo laboral contenido en ellas (con lo que tal vez, tendrían que pagarse tan sólo 7.300 sacos de café por una locomotora, quiere decir, tantos, como los obreros en Brasil cosechan durante el mismo tiempo que se requiere para construir una locomotora), esta nueva relación de precios, producto natural / producto industrial traería consigo la necesaria igualdad de derechos económicos de los pueblos entre sí.” (pp.101s., ed.al.)
Y con ello, de repente, desaparecerían todos los conflictos entre las naciones...
Según la vista del inventor de la nueva economía global basada en la justicia, los problemas que quedan, tanto en lo pequeño como en lo grande, son cuestiones de planificación, evaluación y coordinación. Sus ambiciones como científico y la mayor parte de su libro que está haciendo época las dedica a demostrar que todos aquellos problemas encuentran solución. Su construcción de un mundo mejor es realista, su modelo socialista de justicia no es una quimera! Como toda utopía, la suya también sale absurdamente concreta; una realidad minuciosamente planificada, calculada y organizada, pues un mundo anticapitalista listo para llevar. De esta manera se pretende convencer a la humanidad de que se puede, y fácilmente.
Y no sólo eso. El socialismo no sólo camina –por fin, hoy en el siglo XXI–; también llegó su hora. Primero, porque todo lo demás al fin y al cabo no funciona para nada – eso es lo que Dieterich afirma del imperialismo del siglo XXI en muchas parábolas y metáforas. Segundo, porque el “camino de la evolución” de la humanidad ya corre hacia el socialismo como meta final: Dieterich desperdicia muchas páginas para comprobar que el mundo mejor figurado en su cabeza, en realidad no es otra cosa que lo que el mundo presente ya lleva en su programa – aunque pueda tardar en realizarlo...

El socialismo del siglo XXI avanza: el idealismo de remediar el mundo es una perspectiva realista para todos los seres humanos progresistas

– factibilidad garantizada!

No es por casualidad que Dieterich detectó la ‘justicia’ en la oposición sistémica de precios ‘subjetivos’ y valores ‘objetivos’. Pues según ello, el socialismo consiste en satisfacer la ecuación entre justicia y objetividad – es decir, determinar con exactitud el esfuerzo de trabajo vivo y materializado. Si el socialismo se entiende como un conglomerado de magnitudes de esfuerzo y dinero, convirtiendo la planificación de satisfacer necesidades y el reparto individual en una mera tarea de cálculo, se infiere lo siguiente: el problema realmente urgente para la transición al socialismo no es la abolición del poder económico de la propiedad privada, el enfrentamiento contra el poder del Estado burgués y las agencias imperialistas del capitalismo global. Es un acto de contabilidad:
“El socialismo hoy día es esencialmente un problema de complejidad informática. De ahí, que el paso trascendental consiste en establecer una contabilidad socialista (valor) al lado de la contabilidad capitalista (precio).” (Entrevista con Dieterich, rebelión, 2–1–07)
A la afirmación de que una contabilidad alternativa es factible, Dieterich le dedica unas cuantas composiciones y un argumento irrefutable: es posible, el tiempo de trabajo es mensurable; más todavía hoy, porque el progreso por fin ha facilitado el instrumento apropiado: la computadora junto con unas “matemáticas avanzadas”.4 No para de elogiar ese instrumento técnico como la clave para la solución de las tareas que únicamente nacieron de su ilusión del reparto justo:
“La transición hacia la economía equivalente es facilitada y activada por la rápida computerización de la economía, administración y vida privada, ya que el entrelazamiento de la producción, la distribución, el consumo y la prestación de servicios puede garantizarse por medio de la computadora: la averiguación mundial de las necesidades (inclusive las prioridades de estas necesidades), la dirección de la producción (inclusive la construcción de nuevas plantas de producción), y la distribución de los bienes y servicios, podrían ser manejadas por computadoras desde ahora mismo. El inventor de la computadora, el profesor Konrad Zuse, llamó “socialismo computerizado” a este orden económico, cuando combina el principio de la equivalencia con la teoría sobre el valor del trabajo.” (p.41)
La invención que dio nombre a la era digital no sólo es un recurso imprescindible, sino es sobre todo el paso decisivo en el camino hacia un futuro socialista del mundo entero.5
Y lo que la computadora no arregla, se arregla alternativamente por medio del poder. El hecho de que en su modelo alocado de una sociedad mundial de productores a la par cooperantes y competidores se precisa tomar continuamente decisiones entre reclamaciones inviduales y colectivas para dar satisfacción a una justicia imaginada, con lo cual el asunto no es calcular, sino valorar –“una posible fuente de corrupción e injusticias”–:estos son problemas del modelo socialista del futuro à la Dieterich, los cuales él no sólo expone ante sus lectores como la cosa más natural del mundo. También tiene una solución contundentemente realista para ellos: ¡control democrático!
“Eventuales casos de conflicto serían decididos por ‘Tribunales de Valor’ (trabajo), compuestos por jurados de ciudadanos.” (Dieterich y otros, Programa General de Transición a la Economía Política del Socialismo del Siglo XXI en América Latina, publicado el 8–10–08)
Para que no se haga justicia sin contar con los intereses competidores, pues a todos los ciudadanos les está permitido participar activamente en las decisiones sobre las demandas antagónicas, para luego subordinarse a lo decidido por mayoría en el Tribunal suficientemente legitimado por su participación. Para cumplir con esto, existe un régimen que realmente ya no es un régimen, ya que éste es desempeñado por todas y todos, a saber un reflejo positivo de la crítica hacia la democracia burguesa degenerada y la economía de mando del socialismo realmente existente: la verdadera “democracia participativa”.
“En este sentido se trata de una ampliación cualitativa de la democracia formal, en la cual el único poder de decisión política reside en el sufragio periódico por partidos–personajes políticos. En la democracia participativa, dicha capacidad no será coyuntural y exclusiva de la esfera política, sino permanente y extensiva a todas las esferas de la vida social, desde las fábricas y los cuarteles hasta las universidades y medios de comunicación. Se trata del fin de la democracia representativa –en realidad sustitutiva– y su superación por la democracia directa o plebiscitaria.” (pp.48s.)
Entrando en detalle, ese régimen bueno –tal como se lo imagina alguien que aboga radicalmente por una formación de consenso entre intereses antagónicos– tiene todo lo que un régimen común y corriente necesita, una constitución e impuestos para fines generales por ejemplo, que se les quita de lo que cada uno puede denominar lo suyo –¡nada de fruto íntegro del trabajo individual!–:
“Dar a los trabajadores el derecho, con rango constitucional, de recibir el valor total creado por su trabajo. Esto no significa que los trabajadores podrán consumir todo el valor que producen porque habrá una deducción necesaria para cubrir los fondos sociales necesarios (salud, educación, nuevas inversiones, etc.) Esas deducciones, que podrán cobrarse en forma de impuestos, serán decididas democráticamente por los ciudadanos.” (Dieterich y otros, Programa General de Transición...)
Y en general, en el socialismo todo va parecido al mundo real de Estados, sólo que al revés:
Abajo habrá “instituciones de planificación regional de un mínimo tamaño (comparables a los municipios), después, regiones más grandes (comparables a los distritos o departamentos), regiones aún más grandes (comparables a los Estados) y regiones máximas (comparables a confederaciones de Estados o alianzas continentales).” (El nuevo proyecto histórico. Fin del capitalismo global, p.57)
Pues así de fácil es: desde abajo para arriba! Y además, es otra vez la computadora la que echa una mano al bonito trámite de un sistema de asesoría mundial:
“La tecnología operativa para estos ejercicios de democracia participativa no presenta mayores problemas: se resuelve con el Internet.” (El Socialismo..., p.59)
Qué bueno: se puede debatir! Los ciudadanos se pueden comunicar, luego que todos los conflictos no presentan problemas algunos.

– garantizamos que no habrá subversión!

De hecho, la consecución del socialismo del siglo XXI tampoco conlleva mayores dificultades prácticas. Con la computadora personal y la participación, al socialismo no sólo se le garantiza su factibilidad; ni siquiera se requiere una propia ruptura con el capitalismo salvaje. En este caso, Dieterich –junto con demás modelistas de perfil socialista– puede disipar dudas. El problema se resuelve casi por sí solo, con la economía de equivalencia:
“Aparentemente, la forma de propiedad en los medios de producción no tiene mayor importancia para la realización del principio de equivalencia. ... Sin embargo, en la medida en que la economía equivalente venza la economía de mercado, desaparecerá la ganancia y la propiedad privada de los medios de producción perderá su base, se eliminará por sí sola.” (p. 43, El socialismo...)
Qué fácil desaparece como el humo el poder económico de la propiedad, igual que la soberanía que lo garantiza, cuando uno se imagina la propiedad usada para la ganancia sin los beneficiados por error y la soberanía sin sus agentes soberanos. Hasta que lleguemos a eso, coexistirá pacíficamente la “economía de mercado (crematística)”con la “economía socialista”, y alguien (quien sea) calcula la “conmensurabilidad” entre precios ‘subjetivos’ y valores ‘objetivos’:
“Esto no representa ningún problema porque toda economía se basa en el tiempo como factor de productividad.”(p.159, ed.al.)
Hasta los antagonismos entre los países ricos y pobres desaparecerán del mundo cuando los ciudadanos en las metrópolis sólo aprendan a abstenerse por el bien del socialismo y a reconocer las ventajas del progreso social y de su introducción voluntaria:
“En los países ricos, la repentina introducción del principio de equivalencia, probablemente provocaría un empeoramiento temporal del actual nivel de vida material. Pero también en estos países, un creciente número de personas está convencido de que estamos viviendo por encima de nuestras posibilidades. Mediante la divulgación de esta conciencia, mucha gente estaría dispuesta a aceptar un acercamiento del nivel de vida a nivel mundial. Esta disposición aumenta por la creciente certeza de que la única alternativa a este acercamiento voluntario consiste en la implantación forzosa del principio de equivalencia por parte del 75% de la humanidad que ahora vive en la miseria.” (El nuevo proyecto..., p.59)
Por ende, queda en nada la dichosa cuestión de violencia por la “transformación” pacífica de malos precios a buenos valores, y “también podrían perder su sentido las revoluciones, que en nuestro siglo se están abriendo paso en forma cada vez más violenta”. (El Socialismo..., p.42)
Aquí el empeño de presentar el socialismo no sólo como la mejor, sino como la alternativa realista a la sociedad de competencia capitalista y su democracia, demuestra su cara reaccionaria: cuidado con tirar abajo al capitalismo, esto es innecesario, inviable y sólo nocivo. Porque la buena causa

– ya está en camino!

Para respaldar su proyecto justo, Dieterich conoce, como todo remediador, unas cuantas instancias y leyes objetivas que responden por su éxito imparable, y con ello su bondad indudable.
Lo primero que lo respalda es la más universal ley sociológica. Cuando se interpreta de la manera más abstracta el capitalismo como una sociedad, y ésta como un contexto de funcionalidades, cualquiera fuera su uso o destino, un “sistema” que se sostiene por sus ‘elementos’ –¡¿qué si no?!–, entonces se infiere, si se quiere, con soltura que el capitalismo ya no puede más:
“El subsistema económico de una sociedad ha terminado su ciclo de vida cuando deja de satisfacer las necesidades básicas de los ciudadanos y, por lo tanto, se vuelve disfuncional para la manutención del sistema en su conjunto.” (p.15)
Con la tautología sociológica más estúpida –¡lo que no funciona, está roto!– Dieterich deduce la explotación como un elemento inútil para consolidar un sistema: porque la explotación a largo plazo no funciona, el capitalismo se viene a tierra –una crítica extraña de “pobreza, hambre y opresión”–. Y a la vez, con envoltura sociológica, una oferta de carácter sumamente afirmativo: ¡el socialismo es el único sistema que realmente funciona!
Una vez correteando en la abstracción funcionalista de la”manutención del sistema”, ya no se necesitan argumentos porque una necia analogía facilita la segunda comprobación contundente de que aquí rige una ley eterna: la transición al socialismo es un ius naturale!
“Subsistemas biológicos como el tracto digestivo de un ser humano se encuentran al final de su ciclo de vida cuando pierden la capacidad de contribuir algo a la manutención del sistema al que son subordinados.” (p.33, ed.al.)
Como todo es un devenir y morir, también el capitalismo tocará a su fin:
“Todo lo que existe se encuentra en incesante movimiento, es decir, en constante evolución o cambio, tal como observamos en el átomo, la célula, el organismo, las organizaciones humanas y el cosmos, entre otros fenómenos. Excepto la sustancia y la energía, todo lo que observamos en la naturaleza y en la sociedad, es, por consiguiente, pasajero o transitorio.” (p.13)
Puesto que –como ya lo sabían los griegos antiguos– ‘todo fluye’, también el ascenso del socialismo es inevitable:
“El cambio de estado es una legalidad del universo.” (p.14)
Tercero, al fin y al cabo también –por decirlo más concreto– hay un avance histórico–mundial. Viendo el régimen global del capitalismo y las condiciones miserables de las masas en los países pobres desde la perspectiva teleológica la cosa cambia mucho. Para ello, sólo se tiene que contemplar la historia de la manera más abstracta posible, como “evolución humana” que obra en todas las sociedades, para confirmar sin necesidad de muchos argumentos que el capitalismo y el socialismo real han sido etapas efímeras de una evolución histórica–mundial que sólo aún no ha llegado a su última etapa de desarrollo. Simultáneamente se abre con eso la esperanza por una mejora que “la evolución del género humano” ya ha incluido en su agenda. Dieterich por ejemplo calcula en Eones:
“Cuando hoy, a fines del segundo e inicios del tercer milenio, miramos esa época de los cinco mil años que hemos dejado atrás...” (p.17)
¿Qué vemos ahí? Que avanzamos incesantemente aunque lo de la meta final aún puede tardar un poco:
“Probablemente, la transición de la economía no–equivalente (economía de mercado) hacia la economía equivalente tarde siglos, y ya nos encontramos dentro de esta fase de transición.” (El nuevo proyecto..., p.60)
Las víctimas ya no se enterarán, pero la transición hacia una “sociedad global post burguesa” mejor es inevitable.
Ésta es la ciencia materialista. Ciencia con la que Dieterich –la cuarta prueba de la validez de su profecía– piensa estar alineado con todos los grandes científicos: “Newton”, “Darwin”, “Marx”... Todos ellos se han comprometido con la “evolución”, cada uno a su modo, procurando el progreso dentro del reino de la ciencia. Con esa línea de ascendencia, la teleología socialista de la historia de Dieterich también se ha legitimado en cuanto a la historia de la ciencia.
Ese hombre ha alcanzado con su ficción de una “evolución” impulsada por cuatro indiscutibles leyes naturales los más altos niveles de abstracción en las que se siente por lo menos tan a gusto como en la profanidad de las fantasías calculadoras de economía industrial y nacional. A este nivel rige sólo una ley esperanzadora, que comprueba que su idea para remediar el mundo es la realidad verdadera: el progreso imparable. Para Dieterich, esa comprobación es de suma importancia. Porque sin “la certeza de que los luchadores contra el capitalismo global puedan asegurarse de estar con la dinámica histórico–mundial de desarrollo” (p.24, ed.al.), su petición no le parecería razonable, se sentiría ilegitimado – el que los damnificados de las condiciones imperantes tienen razón suficiente en el día a día capitalista para estar contra el sistema, esto le es impensable. Quien aboga por una buena causa que para nada se debe entender como un interés particular, no hace nada sin una misión elevada, sin un dirigente universal y sin una garantía de éxito imaginada.

– el espíritu mundial está de camino!

Legitimado por las más nobles instancias reconocidas –la historia, la naturaleza y la razón–, Dieterich se encuentra por ende con su programa de progreso allí donde siempre quería estar: está en el lado correcto, no persigue ningún interés particular y ninguna crítica meticulosa, sino la causa de la humanidad entera: el “NPH (el Nuevo Proyecto Histórico)” del socialismo, progreso como tal. Aquí ya no actúan Estados, capitalistas, trabajadores o quien fuera, aquí lucha in persona el mundo bueno contra el malo, el “sujeto emancipador se enfrenta al sujeto mundial elitista–reaccionario” (p.58)
Y ese sujeto de emancipación, ¿por qué lucha? Visto someramente, por una economía política mejor:
“Se acabó la explotación de los hombres por sus prójimos, es decir, la apropiación de los productos del trabajo de otros, por encima del valor del trabajo propio. Cada ser humano recibe el valor completo que él agregó a los bienes o a los servicios.” (p.40)
Sin embargo, está equivocado quien piense el “valor” como vil riqueza. El “valor total” por el que la historia mundial es el “sujeto racional–ético–estético” (p.49 y en más de una ocasión) dentro de todos nosotros.
De la utopía a la ciencia – esto fue ayer. El “Socialismo del Siglo XXI” va por el camino contrario.

Notas:

1 Todas las citas, si no expresamente señalado lo contrario, son escogidas de la versión castellana de ese libro editado en alemán: Der Sozialismus des 21. Jahrhunderts, Wirtschaft, Gesellschaft und Demokratie nach dem globalen Kapitalismus, Berlín 2006. (Se indican las citas tomadas directamente de la edición alemana.) En este libro, Dieterich cita por páginas a Arno Peters como referencia principal para su crítica contra el capitalismo y el modelo de una futura sociedad socialista. Por consiguiente, en la crítica se prescinde de señalar explícitamente estas citas.
2 Para ese programa de un salario justo, Dieterich se acoge a Marx entre otros. Otra vez más, a Marx se le atribuye una “teoría del valor de trabajo” que supuestamente demuestra que ‘el trabajo’ crea valor, en vez de comprender que sus explicaciones sobre el trabajo creador de valor tratan de la calidad social específica del trabajo en el capitalismo, criticando que bajo el régimen del capital el trabajo sea reducido a ser trabajo abstracto, “gasto productivo de cerebro humano, de músculo, de nervios”, o sea que el mero gasto actúe como fuente de riqueza, a saber, en manos del capitalista quien emplea la fuerza de trabajo. Y otra vez más –desarrollando la malinterpretación de Marx– se reclama, respaldado por la idea equivocada del trabajo como fuente de toda riqueza, el producto justo, ‘el valor entero del trabajo’; siendo aquello un programa político que Marx y Engels juzgaban una y otra vez –desde Proudhon hasta el Programa de Gotha de la socialdemocracia– como una crítica hacia el capitalismo teóricamente equivocada y que en la práctica se contraponía funestamente a la lucha por la abolición del trabajo asalariado. Aparentemente, es indestructible el vicio moral de deducir del capitalismo el ideal de un mundo (asalariado) más justo y proponérselo como un modelo de una sociedad socialista.
3 En la concepción de Dieterich de unas condiciones de salario justas, por tanto, la valencia radicalmente igualada de todo trabajo gastado de última palabra no tiene nada. Todo lo contrario: la evaluación de diferencias en el trabajo con miras al derecho de gratificación es un desafío absoluto de la ‘economía de equivalencia’. Dieterich tiene presente todo lo que se regula en el capitalismo en materia de ‘justicia salarial’ por la demanda y el poder económico del capital. Por ejemplo, surgen preguntas tan palpitantes como la de “cuándo permite una mayor productividad individual del empleado A que la del empleado B con la misma cantidad de horas trabajadas una mayor gratificación para A ... a qué grupo de trabajadores se descontaría esa gratificación extra”, debe “un ingeniero ganar 1.8 o 2.2 veces más que un mecánico.” (pp.151s., ed.al.) Por lo visto a Dieterich le preocupan mucho más tales problemas de su sociedad del futuro que la pregunta de cómo se alcanzará el avance de la productividad que en el mundo justo de Dieterich no proporciona a los activos más que tiempo ‘sin valor’, en todo el sentido de la palabra.
4 Del mismo estilo como diseñaban ciertos economistas críticos unos gigantescos modelos matemáticos para calcular detalladamente la tasa de ganancia pensando que sólo con tal minuciosidad se podía criticar fehacientemente la explotación capitalista, Dieterich convierte el socialismo en una sola gran tarea de cálculo para constatar magnitudes exactas de valor – pensando justo así poder acabar con la explotación. Y, pues, tiene buenas noticias para contar. La prueba ejemplar de que tales cálculos son posibles se ha logrado: tratadistas británicos han calculado la “determinación del valor medio de una hora de trabajo en la Gran Bretaña del año 1987”, dividiendo “el producto social bruto en precios del mercado” menos “las inversiones compensatorias” por la cantidad de empleados y horas de trabajo anuales. De paso, el resultado fueron “7.33 unidades de ‘dinero de valor‘ (libras esterlinas)” por hora. (p.109, ed.al.) Esto es realismo matemático por excelencia! También lo demás necesario para hacer funcionar el socialismo resulta ser una especie de tarea de cálculo – fácil de resolver para un hombre que se compromete a “medir” “el carácter de clase o grado de humanismo democrático” de las sociedades (p.66, ed.al.), y quien de todas formas sabe recoger en una tabla “el nivel de democracia alcanzado en cada momento histórico en un sistema social complejo (SDCH)” y medirlo “en términos cuantitativos en las tres dimensiones o magnitudes” (p.48)
5 El que el socialismo sin computadora no funciona, Dieterich lo dice tan en serio que, rotundamente, al socialismo realmente existente le tiene en cuenta que por el “subdesarrollo de las fuerzas productivas de la cibernética”, al fin y al cabo, no podía más que fracasar ante la tarea de evolucionarse hacia la ‘economía de equivalencia’: “No existieron las computadoras, ni las redes para la transmisión de datos, ni la matemática avanzada para calcular en la práctica el valor de un producto. ... Esa incapacidad objetiva de fundamentar la economía de la nueva sociedad sobre una base cualitativamente diferente a la de la economía nacional de mercado, hizo imposible el salto cuántico del sistema y permitió la involución de la Unión Soviética.” (p.36) Por eso es que en “China, Cuba y Venezuela no se puede construir una economía de equivalencia mientras que no exista la correspondiente logística informática.” (p.143, ed.al.)

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