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viernes, 31 de julio de 2015

Crisis de régimen y hegemonía: Íñigo Errejón


Para entender el momento presente, si ha habido alguna suerte de agotamiento de aquella cultura y de aquel relato que mantenía cohesionado un entramado social determinado y un reparto claramente asimétrico de papeles y de recompensas, tenemos que pensar en qué medida la Transición fue un ejercicio de revolución pasiva. No en el sentido de mentira, engaño, manipulación o rendición de unos, sino de inclusión subordinada de los sectores populares al Estado; subordinada, pero inclusión. Los dos términos, al ponerlos juntos, no pretenden neutralizarse, sino matizarse y hablar de un equilibrio, de cómo los más humildes encuentran mayores posibilidades de incidir en el Estado.
El Estado, por tanto, se transforma ─no se hace un simple lavado de cara, no es un engaño─, de tal manera que las gentes del común pueden esperar más del orden existente a cambio de renunciar a una buena parte de los objetivos de los sectores más avanzados, de los sectores más rupturistas. Se trata, al fin y al cabo, de un pacto social que permite pensar: “Yo, como ciudadano, tengo elementos que no me obligan a ser un héroe para intervenir en la política, de tal forma que le pueda dejar una vida mejor a los que vienen detrás de mí”. La producción de derecho en los lugares de trabajo, los convenios colectivos, la oportunidad de votar a partidos parcialmente reformistas y de avance ─seguramente tímido, pero un avance a fin de cuentas─ en la redistribución, así como la posibilidad ─y este es uno de los pegamentos centrales del bloque histórico que se fragua en el 78─ de inclusión de los sectores subalternos al orden.
Un orden que muta su naturaleza, pero que lo hace presidido por unas oligarquías que se remontan al franquismo y que se han mantenido prácticamente intactas a lo largo de la Transición. No se trata de una suma, sino más bien de una nueva articulación llevada a cabo mediante la cooptación de una buena parte de los líderes más destacados en el ámbito cultural, intelectual y político de la época. Y pese a que seguramente hay espacios que permanecen blindados ante dicha mutación, ─tales como el ámbito judicial, algunos sectores de los medios de comunicación, desde luego el poder económico y empresarial─ estamos ante el germen de un verdadero bloque histórico; un reparto de papeles estable que es capaz de durar treinta años, y no solo de durar, sino de borrar sus trazas, de aparecer como una ordenación política natural, la única posible y armoniosa.
Creo que en ese bloque histórico hay dos pegamentos centrales. Uno que considero fundamental es la posibilidad del ascenso social individual, no a través de la conquista de derechos colectivos, sino por medio, fundamentalmente, de una economía en la que el rol del capitalismo inmobiliario juega un papel central y, por tanto, brinda la capacidad de legar bienestar a la siguiente generación a través de la propiedad inmobiliaria. El quiebre de este aglutinante va más allá de lo económico, supone también un quiebre cultural con respecto a las promesas que la generación anterior asumía como válidas, de tal forma que le permitían legar bienestar ─o asumir que lo hacían─ a los que venían detrás.
Quizá se trate de una hipótesis arriesgada, pero algunos de los discursos y de las formas de protesta que más tarde se volverán masivas con el 15-M se empiezan a poner en marcha con el Movimiento por una Vivienda Digna; uno de los principales movimientos que incide en un derecho percibido por todo el mundo como consustancial a la propia idea de ser ciudadano en España. Me refiero no sólo al derecho a una vivienda, sino al derecho a ser propietario de una vivienda como forma concreta de construcción del capitalismo español. Un derecho que, por otra parte, viene recogido en la Constitución ─es verdad que no en los capítulos jurídicamente exigibles, pero está incluido en la Carta Magna─, y que, asumido por todos como inmediatamente legítimo, evidencia la incapacidad de la oligarquía de ofrecer un proyecto de país incluyente.
El otro gran ingrediente que mantiene unido este bloque histórico reside, no tanto en la despolitización ─ningún régimen se despolitiza del todo, la política siempre reemerge por algún cauce aunque no sea de forma explícita, pues el conflicto y el antagonismo siempre estarán latentes─, pero sí en una cierta indiferencia para con determinadas problemáticas sociales, así como en la construcción de diferentes enemigos externos que mantendrían cohesionado al régimen y nos reafirmarían como democracia: “Somos democracia, no tanto por las virtudes que tenemos dentro, sino por los enemigos malos que no son demócratas”. Aquí el rol del conflicto terrorismo/antiterrorismo juega un papel ideológico definitivo en la construcción de esta noción de democracia para un bloque histórico.
Creo que ese bloque histórico está sufriendo una desagregación, una suerte de erosión acelerada, en definitiva, se está desplomando. Uno de los aspectos más importantes que caracterizaría esa ruptura es ver cómo dicha desagregación afecta a las élites. En este sentido, resulta clave la denuncia de la corrupción, pese a que es un fenómeno que algunos de los sectores activistas suelen percibir con desconfianza: “¡Cómo es posible que estemos denunciando el problema de la descomposición moral y de la corrupción cuando el verdadero robo está en la plusvalía!”. En realidad, la corrupción juega un doble papel; por una parte, rompe la solidaridad entre las élites, es decir, rompe la posibilidad de que estas clases privilegiadas actúen como un cuerpo unido y con planes a largo plazo. Por otra, erosiona la idea de que la ley es igual para todos ─una noción central para la convivencia y para la posibilidad de que instituyan orden los que están arriba─ cuestionando máximas, hasta la fecha interiorizadas, del tipo:“¡Es verdad que algunos tienen más dinero que otros, pero a fin de cuentas todos somos ciudadanos!”. Incluso me atrevería a decir que la corrupción atenta contra la propia noción liberal de la ciudadanía, generando una sensación permanente de estafa.
También es muy importante entender que la corrupción, como elemento catalizador en el proceso de descomposición de las élites, impide a la casta llevar a cabo operaciones a largo plazo, pues se vuelven incapaces de recuperar la iniciativa política toda vez que no saben qué será de ellos, o de algunos de sus sectores, dentro de un mes, dentro de cinco meses o dentro de un año. Esta insuficiencia de los sectores hasta ayer dirigentes ─hoy diría, en cambio, con una capacidad de dirección mermada─ a la hora de tomar iniciativas de cara al futuro supone también su inhabilitación como revulsivo frente al descontento existente, ofreciendo un proyecto de renovación de país que, manteniendo su poder central intacto, incluya a una buena parte de los que sienten, de los que sentimos, que es un modelo marcadamente estrecho en el que hay millones de ciudadanos que no caben y que no tienen ni siquiera posibilidad para la democracia efectiva.
Recordemos esa vieja fantasía liberal conservadora que flirteaba con la posibilidad de la existencia de una democracia sin pueblo ─seguramente de ahí viene la histeria desatada en la utilización del término “populismo”─, una democracia de ciudadanos consumidores carentes de voluntad colectiva. Sirva de ejemplo algunos de quienes llamándose progresistas ─y que conste que no tengo ninguna querencia especial por el término─ asocian, desde una lógica fieramente liberal y oligárquica, cualquier ideal de lo universal, cualquier posibilidad de retorno del interés general, al totalitarismo. Cualquier cosa que no sea la fragmentación del ciudadano aislado y del consumidor que hace elecciones entre lo de siempre es ─recordemos esa famosa portada─ “ira ciudadana”, porque para el “individuo racional” cualquier noción de pueblo o de masa es inmediatamente animalesca, irracional e infantil.
Creo que esta situación de desagregación de un bloque histórico, como su influencia en el relato que naturalizaba el reparto de posiciones, tenemos que analizarla bajo la luz de la ofensiva de los de arriba. Es por ello que una buena parte de la reacción popular tiene un signo conservador, pero no en lo ideológico, sino conservador en el sentido de reivindicar unas mínimas condiciones de vida y una reglas que, sean las que sean, garanticen que los de arriba no actúen impunemente.
En el libro Diálogo sobre el poder y el acceso al poderoso, su autor, el profesor Carl Schmitt, comienza por hacerse eco de una pregunta procedente de uno de sus estudiantes: “Si vamos a hablar del poder, aclaremos la primera cuestión: ¿quién tiene el poder?”. Dicho de otro modo, ¿quién tiene la capacidad de hacer iniciativa? y, siguiendo el razonamiento, ¿qué fallos cometieron aquellos que en su día ostentaron el poder que les impidieron canalizar ─institucional y económicamente─ una buena parte de las demandas de sus subalternos y alumbrar, en lo cultural, un proyecto de país?.
Creo que es fundamentalmente la ofensiva oligárquica la que rompe el acuerdo del 78, la que acaba con sus marcos de certeza, y la que, al hacerlo, inaugura una dinámica de “política salvaje”. Una dinámica que, a grandes rasgos, se caracteriza por el colapso cultural de modelo y de proyecto económico, y en la que la división internacional del trabajo en la Unión Europea y el rol que en ella adopta España juegan un papel fundamental.
Llegado este punto, nos topamos ante tres posibles escenarios. En primer lugar, está la opción de quienes apuestan por conducir el ajuste exclusivamente acelerando, dejando que sea una suma del miedo, de la erosión material de las bases para la ciudadanía y de una suerte de régimen liberal electoral postdemocrático  ─un régimen en el que hay competición electoral, pero en el que las gentes del común carecen de las herramientas necesarias para marcar el rumbo de la sociedad─ lo que destruya los cimientos de la sociedad anterior y construya una sociedad fundamentalmente dominada por el privilegio y por el miedo de las mayorías.
Otro posible escenario consiste en llevar a cabo una reforma controlada del orden existente. Esta opción cuenta con dos problemas; el primero de ellos es que llega demasiado tarde y es difícil que la casta sea capaz de capitanear un harakiri controlado sin que esto amenace con provocar una descomposición general. El segundo problema fundamental es que no se ve, en un momento de crisis moral subjetiva e incluso de crisis de imaginación de las élites, quiénes son esas figuras emblemáticas que podrían construir la nueva época. Parecería casi un chiste si enumerásemos quiénes son algunos de los dirigentes políticos actuales ─Pedro Sánchez, Rajoy─ que estarían llamados a ser esas grandes figuras que recuperen la ilusión en los de arriba.
La tercera sería la posibilidad ─todavía difícil, pero felizmente posible por primera vez en dos o tres décadas─ de construir una voluntad popular nueva que, en un equilibrio de poderes siempre incierto y, por tanto, siempre sin garantías, dé lugar a una apertura plebeya y constituyente.

Crisis orgánica y hegemonía neoliberal

 Las crisis orgánicas son acontecimientos que nos permiten profundizar en las relaciones entre la esfera política y la económica


José Luis Villacañas   |   La categoría de “crisis orgánica” es el núcleo de la filosofía, de la praxis y de la historia de Antonio Gramsci. Para explicarla, necesitamos algunos otros conceptos que constituyen la geografía teórica del pensador italiano. Ante todo, son relevantes los conceptos de revolución activa y nación política, básicos para entender la hegemonía y las ilusiones burguesas. La Revolución francesa, como revolución nacional típica, aunque se enfrentaba a una crisis política de largas raíces, se produjo en convergencia con una crisis económica y fiscal inaplazable. El colapso verdadero concernía a la imposibilidad de desplegar la forma capitalista bajo un régimen de omnipotencia absolutista que obedecía a otros tiempos históricos y que disponía de una capacidad fiscal extractiva obstaculizadora. Ajustando el tiempo histórico del Estado y del capitalismo, la Revolución hizo que durante una época, se pensase que la forma política nacional era la adecuada a la economía nacional burguesa. Sin duda, la miopía de la época respecto de sí misma consistió en considerar a la clase burguesa –el Tercer Estado, que diría Sieyès– como la clase nacional total, frente a la que no habría alteridad. Los intereses políticos y económicos de esa clase fueron durante un tiempo los de la nación entera. Sectores campesinos y artesanales se integraron como elementos subalternos de su hegemonía. La dominación burguesa fue legítima por un tiempo porque ayudó a realizar los intereses históricos de los sectores populares.

Esta es la versión típica de Gramsci, que es la de Marx. La crisis orgánica de 1848 permitió comprender que la clase burguesa no era la clase total, ni nacional. Por el contrario, al desplegarse con la suficiente libertad, producía en su seno su propia alteridad, la clase de los proletarios. Con ello se hundieron las ilusiones burguesas de organizar una racionalidad política orgánica sobre el capitalismo como forma económica. Allí quebró la primera figuración hegemónica de la burguesía, que pasó a entenderse sólo como una formación ideológica. La cooperación con los elementos populares, campesinos, artesanos, intelectuales, que había sido eficaz en 1789, se disolvió al verse estos últimos no como elementos subalternos cooperadores, sino como elementos oprimidos y hostiles. Con la idea de crisis orgánica se comprendió la contradicción interna del capitalismo, así como su imposibilidad a la hora de asentar sobre sus meras bases económicas una racionalidad política. Por eso se trató de una crisis orgánica: lo que parecía un organismo se reveló como un dispositivo explosivo.

Desde entonces, podemos llamar crisis orgánica a los acontecimientos históricos que desvelan la verdad socio-política del capitalismo, su incapacidad para generar por sí mismo racionalidad política, su necesidad de aparatos ideológicos potentes para ocultar esa incapacidad. Como tales, las crisis orgánicas ponen en cuestión la estructura hegemónica que resulta necesaria para ofrecer la expectativa de que bajo el capitalismo se atiende a la razón política general. Las crisis orgánicas suponen una oportunidad para evidenciar que el capitalismo no es soberano ni puede serlo, y que necesita instrumentos para impedir que el Estado despliegue su razón autónoma capaz de interferir en sus procesos de acumulación. Sin embargo, las crisis orgánicas en el pensamiento clásico muestran mucho más. Como es natural, para superarlas es necesario conformar visiones ideológicas que encubran esas tensiones. Pero en el momento de la desnudez ideológica, de la pura dominación, muestran los fortines de defensa de las estructuras económicas instaladas en los aparejos de la sociedad civil y el Estado. Transparentan así las funciones de los partidos políticos otrora hegemónicos y de aquellas instituciones que son decisivas para la traducción ideológica de lo privado en lo público, para la presentación de un régimen de beneficiarios limitados como un régimen de interés general. En las crisis se hacen evidentes sus debilidades en tanto que obligan a estas agencias a operar en condiciones que ya no son hegemónicas, cuando los viejos elementos auxiliares y subalternos han dejado de creer que sus intereses son compatibles y atendidos por la dirección política vigente. Se produce, entonces, una dominación sin hegemonía, esto es, una dominación sin legitimidad, que somete a las instituciones a estrategias defensivas brutales que violan las propias bases normativas en las que pretenden instalarse, y las expone a la tentación permanente de una desnuda función represiva.

Sin embargo, las crisis orgánicas muestran algo más profundo, que no procede del análisis marxista, y que Gramsci tampoco vio. Las crisis orgánicas son acontecimientos que nos permiten profundizar en las relaciones entre la esfera política y la económica. Y es que la mayor premisa ideológica es la que considera que la esfera real de la economía se parece a la esfera teórica de la economía. Ni siquiera Foucault supo exponer con claridad que, a pesar de que nunca antes ambas esferas estuvieron más cercanas que en la época neoliberal –que impone que la gente rija su vida interiorizando las categorías de la economía–, su unificación es imposible. La esfera real de la economía jamás coincidirá con la esfera teórica. Esta confusión ideológica es tan antigua como el liberalismo –lo que le obligó a dotarse de bases normativas muy fuertes– y ha llegado a su cima en el neoliberalismo.
Como tal, esta ideología asume que el capitalismo puede desplegarse al margen de las instituciones políticas y de forma independiente de ellas porque, de hecho, solamente atiende necesidades y demandas individuales que se expresan en el mercado. Este enunciado, que evita toda consideración política del mercado, no goza de evidencia histórica. Nunca jamás en la historia se dio un mercado sin definición política. El capitalismo ha atendido de forma continua demandas sociales organizadas bajo formas políticas. No puede vivir al margen de ellas puesto que para producir ya las necesita. De ahí que las crisis orgánicas muestran sobre todo las formas de recomponer la hegemonía, propias de las elites y estratos sociales que no pueden desplegar el capitalismo sin la integración en los aparatos del Estado y, por tanto, sin la cooperación de elementos subalternos a fin de proponer sus intereses como generales. A diferencia de la revolución activa inaugural, estas nuevas formas de recomponer la hegemonía no necesitan darse mediante revolución activa. Pueden darse mediante revoluciones pasivas.

Lo peculiar de nuestra crisis orgánica es que no deriva de la inicial separación de los subalternos de sus funciones y pactos en el seno de la hegemonía vigente. Los sectores subalternos siguen fieles al imaginario del Estado de bienestar. La crisis se deriva de la ruptura de los pactos fundadores de dicho Estado social realizada por la posición dominante, la que se instala en los cuarteles directivos del capitalismo, ahora bajo la forma de capital financiero. Aunque se trata de un proceso muy complejo, la clave de la crisis fue la incorporación del capital financiero al Estado de bienestar, destruyendo su sentido, función y estructura. De ahí la necesidad de que ese capital financiero, alojado en una crisis orgánica, necesite dotarse de ideologías capaces de ofrecer una nueva estructura hegemónica. Esa es la formación que hasta ahora se ha llamado neoliberalismo. Lo que necesita el capitalismo actual no es sólo afirmar el principio de que el Estado no debe determinar la economía. Este es un elemento necesario, pero no suficiente. En realidad, el capitalismo no puede vivir sin Estado: él define, regula y perfila las necesidades colectivas que constituyen la trama más nutrida de las demandas económicas. Este capitalismo, como cualquier otro, necesita mantener en pie esa estructura estatal. Y además, necesita mantener sus bases democráticas, sin las cuales el hecho mismo del mercado no tiene verosimilitud. Mas para desactivar estas posibilidades democráticas, se precisa de un elemento que reconfigure la función del Estado, que haga olvidar su inexcusable dimensión económica, y que presente la tarea del mantenimiento de la seguridad como única y esencial. Con ello se pasa por alto la decisión que en todo caso debe tomar a favor de ordenar lo común o privatizarlo.

Para que esta brutal construcción ideológica se convierta en hegemónica se necesita una despolitización generalizada, favorecida por las masas de emigración, con su desarraigo casi inevitable, pero sobre todo un embrutecimiento educativo y cultural que evidencie en cada caso el imaginario preferido de un individuo dejado a su suerte en un mundo selvático. Esta será la ley de la hegemonía capitalista que viene: una elaboración teórica mínima, basada en pulsiones descarnadas de seguridad y libertad de consumo, que bien puede llamarse hegemonía en grado cero, puramente reactiva, que le basta anular cualquier visión alternativa. Pero incluso en este grado cero, la posibilidad de cierre orgánico es limitada y el futuro de crisis orgánica abierto. Pues no hay manera de reconciliar una libertad de consumo que amenaza con la pobreza y la vida precaria y una seguridad que amenaza con asfixiar toda libertad y toda demanda de inteligencia de las cosas.

Lo que está en juego en estos momentos en Europa y en el mundo es la aceptación pasiva de esos planes de despolitización general de la ciudadanía. Lo único que puede detenerlos es la configuración de ciudadanías políticamente activas, capaces de fundar pactos diferentes entre sectores productivos y demandas sociales y generar un escenario de futuro que abandone el llamado Estado de bienestar, una fórmula que encerraba en su seno todas las contradicciones que han acabado con él. Ese escenario de futuro pasa por el reconocimiento de los límites de lo que puede ser atendido por soluciones capitalistas de mercado, un abandono del crecimiento como obsesión, una elaboración de lo singular en otras claves y la emergencia de un deseo de lo público como actividad productiva, gozosa y afectiva. En suma, sólo una ofensiva que, desde fuera, impida que la crisis orgánica en la que estamos cristalice en esa hegemonía cero, limitada y estrecha, del neoliberalismo autoritario en ciernes.

Otra Vuelta de Tuerka - Pablo Iglesias con Chantal Mouffe (Programa comp...

El beneficio es lo que cuenta: Noam Chomsky


Neoliberalismo y Orden Global – Introducción
El término neoliberalismo sugiere una serie de principios nuevos por un lado y basados también en las ideas liberales clásicas preconizadas por Adam Smith, al que le preocupaba “la riqueza de las naciones” pero entendía que dentro de este concepto había intereses contrapuestos. Si para Smith los principales arquitectos de la economía en su tiempo eran los comerciantes y manufactureros que utilizaban el poder del estado para su beneficio aunque fuera a costa de los demás, hoy en día esos arquitectos son los señores de la economía privada, en considerable medida las grandes corporaciones con poder suficiente para influir en política y estructurar las opiniones e ideas.
Estados Unidos claro está se encuentra al frente del este sistema como primera potencia económica desde antes de la segunda gran guerra cuando pudo salir de la depresión con la economía bélica, desde entonces ha contado con una posición sin precedentes y ha tratado de diseñar el panorama mundial para favorecer sus intereses, interviniendo en cualquier democracia que no sirviera de títere para sus intereses, para su concepto de “estabilidad” que no es sino la protección de las clases altas y las grandes empresas.
Chomsky habla de archivos secretos donde se deja de lado la retórica democratizadora que puede tranquilizar al gran público y se denosta términos como “derechos humanos” o “aumento del nivel de vida” en beneficio de la “estabilidad” anteriormente mencionada. Ejemplo históricos -hoy más o menos aceptados- son la campaña de la CIA contra la democracia italiana del año 48 incluso con intervención militar en caso extremo o los tristes ejemplos de América Latina, desde el derrocamiento del primer gobierno democrático guatemalteco en el 54 hasta la ayuda al golpe de estado en Chile en el 73. El ejemplo de Latinoamérica es paradigmático hablándose en los informes de Washington de la tendencia en los habitantes de estos países a una economía que distribuyera mejor la riqueza y favoreciera a los habitantes de cada nación. Esto resultaría inaceptable cuando los principales beneficiarios son los inversores estadounidenses que entorpecerán cualquier intento de desarrollo local. Este papel predominante de Estados Unidos prevaleció al término de la segunda guerra mundial aunque con reservas a partir de la recuperación de Europa y Japón que enseguida reclamaron parte del pastel de América del Sur. A partir de la desmantelación unilateral -aunque con el consenso de otras potencias- del sistema económico de la posguerra por parte de la administración Nixon es cuando se producen los cambios más importantes.
Si en el 71 sólo el 10% de las transacciones financieras internacionales era economía especulativa, 25 años después los porcentajes son de escándalo calculándose en un 95% de unas cifras considerablemente mayores el material especulativo. Destacados economistas advirtieron la repercusión que podría tener en el bajo crecimiento de la economía y en la reducción de los salarios proponiendo medidas sencillas que nunca se tomaron. Todo esto se vería incrementado por la subida del precio del petróleo y la revolución de las telecomunicaciones. Los estados comunistas se mantendrían al margen del sistema global. En la década de los 70 China estaba siendo reintegrada y la economía rusa se mantendría estancada hasta el derrumbamiento definitivo 20 años después del podrido edificio soviético. La región está volviendo a su status anterior con un 25% de personas por debajo del nivel mínimo de subsistencia y con el enriquecimiento de los nuevos mandatarios -en parte antiguos burócratas comunistas-, los socios locales de las empresas extranjeras, por no hablar del sindicato del crimen. La sintonía con los regímenes de Occidente sigue su correcto curso.
Estos son algunos rasgos de lo que Chomsky define como “el consenso de Washington”. Hablando de neoliberalismo se pueden considerar una serie de puntos muy nebulosos como el poco conocimiento sobre el porqué del desarrollo de la economía; el propugnarse conclusiones con poco fundamento como base de la doctrina política; el entusiasmo por la ortodoxía cuando el “saber convencional” es inestable y evoluciona constantemente; y lo más importante es el reconocimiento retrospectivo de las malas políticas de desarrolllo y como esas políticas continuan floreciendo en el presente para favorecer a los más poderosos. Ésto ocurre desde los tiempos del padre del neoliberalismo Adam Smith y se da con suma crueldad en los países deprimidos aunque también en los más ricos. Esta es la conclusión a tener en cuenta, que “malas ideas” sobre políticas de desarrollo económico se convierten en “buenas ideas” gracias a los propios planificadores -así como a las élites locales asociadas a ellos- dejando al margen el bienestar de los sujetos sobre los que se experimenta. Es la pauta que ha persistido, la de los beneficios por encima de las personas, todo ello claro está enmascarado en la actualidad con la retórica del “milagro económico” que produce el capitalismo y la democracia.
Hablando de la historia, hay que decir que las diferencias entre el primer mundo y el tercero en el siglo XVIII eran menores de lo que son hoy. Hay una cuestión que se puede considerar clara y es que el desarrollo de los países ha dependido históricamente de si se han librado de los experimentos basados en las “malas ideas” que resultaban muy buenas para sus planificadores y colaboradores. Otro dogma que se viene abajo es el del “mercado libre” cuando se comprueba que el desarrollo ha estado vinculado en gran medida a la intervención del estado. Ejemplos históricos podemos encontrar en los propios Estados Unidos que mantuvo su producción de algodón a precios baratos y accesibles gracias, no a las fuerzas del mercado, sino a la esclavitud y la eliminación de las fuerzas indígenas; en la India todos los recursos fluían a Inglaterra mientras su propia industria textil iba siendo destruida gracias al intervencionismo y la fuerza del estado británico. Si buscamos una analogía contemporánea la podemos encontrar en la energía de la que dependen la industria de los países industriales. A partir de la posguerra se ha mantenido el petróleo abundante y barato gracias, en buena medida, a la amenaza o el uso de la fuerza. Hay un estudio que demuestra que, dentro del presupuesto del Pentágono, se dedica un 30% del precio del petróleo en el mercado como subvención, lo que demuestra que la habitual opinión de que los combustibles fósiles no son caros es una auténtica ficción. Si se conocieran más de estos datos se derrumbaría el axioma de la supuesta eficacia del mercado así como las conclusiones sobre salud y desarrollo económico.
En los planes japoneses de desarrollo posteriores a la segunda gran guerra se rechazó la doctrina neoliberal de los consejeros estadounidenses prefiriendo una política industrial que asignaba un papel preferente al estado, los mecanismos de mercado solo fueron introducidos de manera gradual por la burocracia estatal y los conglomerados financiero-industriales conforme aumentaron las perspectivas de éxito comercial. El éxito fue grandioso, convirtiéndose Japón en la década de 1990 en una de las mayores economías manufactureras del mundo y la primera fuente de inversiones extranjeras. Si comparamos la profunda desigualdad existente en América Latina con las condiciones sociales del Asia Oriental los resultados son impresionantes. Si en América Latina las importaciones están dirigidas al consumo de los ricos, en Asia Oriental lo está hacia la inversión productiva. En definitiva, en América Latina existe un sometimiento del estado a los ricos y un control de parte de la producción industrial por parte de las multinacionales. Es importante el conocimiento del papel de la iniciativa y la gestión del estado en las economías triunfantes así como el porqué ha llegado el tercer mundo a ser lo que es hoy debido, en gran parte, al liberalismo económico compulsivo que ya se encontraba en un proceso de globalización en el siglo XIX.

El papel de la propaganda en el moldeamiento de masas.
«Detengámonos ahora en las doctrinas que se han elaborado para imponer las modernas formas de democracia política. Se exponen con bastante precisión en un importante manual de la industria de relaciones públicas, obra de una de sus figuras más descollantes, Edward Bernays. Arranca con la observación de que “la manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones establecidos de las masas es un componente importante de la sociedad democrática”. Para llevar adelante esta tarea esencial, “las minorías inteligentes deben utilizar la propaganda constante y sistemáticamente”, porque sólo éstas “comprenden los procesos mentales y las pautas sociales de las masas” y pueden “mover los hilos que controlan la opinión pública”. Por lo tanto, nuestra “sociedad ha consentido en permitir que la libre competencia se organice mediante el liderazgo y la propaganda”, otro caso de “consentimiento sin consentimiento”. La propaganda procura al liderazgo un mecanismo “para moldear el pensamiento de masas” de tal modo que “encaucen su recién ganada fuerza en la dirección deseada”. El liderazgo puede “uniformar todas las parcelas de la opinión pública tanto como el ejército uniforma los cuerpos de los soldados”. Este proceso de “ingeniería del consentimiento” es la mismísima “esencia del proceso democrático”, escribió Bernays poco después de que la Asociación Americana de Psicología lo homenajeara en 1949.
La importancia de “controlar la opinión pública” se ha reconocido cada vez con mayo claridad a medida que las luchas populares lograban ampliar el terreno de juego democrático, dando lugar así a la aparición de los que las elites liberales llaman “la crisis de la democracia”, lo que ocurre cuando poblaciones normalmente pasivas y apáticas se organizan y buscan entrar en la arena política para perseguir sus intereses y reivindicaciones, con lo que amenazan la estabilidad del orden. Tal como explica Bernays el problema, “con el sufragio universal y la escolarización universal … al final incluso la burguesía ha tenido miedo de la gente del pueblo. Pues las masas se prometían llegar a ser el rey”, tendencia que por fortuna se ha invertido —así se esperaba— conforme se han inventando y poniendo en práctica nuevos métodos “para moldear las mentalidad de las masas”».

El libre mercado no es responsable del desarrollo de los países.
«Volvamos a la segunda cuestión: ¿cómo lograron desarrollarse Europa y lo que escapó a su control? De nuevo parece estar clara parte de la respuesta: violando radicalmente la aprobada doctrina del mercado libre. La conclusión vale lo mismo para Inglaterra que para la zona actualmente en crecimiento del este de Asia, y ninguna duda para Estados Unidos, el líder del proteccionismo desde sus orígenes.
La historia económica establecida reconoce que la intervención del estado ha desempeñado un papel central en el crecimiento económico. Pero su impacto se subestima debido a la estrechez de miras. Por mencionar una omisión de primer orden, la revolución industrial se basó en el algodón barato, procedente sobre todo de Estados Unidos. No se mantuvo barato y accesible gracias a las fuerzas del mercado, sino mediante la esclavitud y la eliminación de las poblaci
ones indígenas. Desde luego que había otros productores de algodón. El más sobresaliente era la India. Sus recursos fluían a Inglaterra mientras la propia industria textil iba siendo destruida, mediante el proteccionismo y la fuerza, por los británicos. Otro caso es Egipto, que avanzó hacia el desarrollo al mismo tiempo que Estados Unidos, pero fue bloqueado por la fuerza británica, por las casi explícitas razones de que Gran Bretaña no toleraría un desarrollo independiente de esa región. Por el contrario, Nueva Inglaterra pudo seguir el camino de la madre patria, prohibiendo los textiles británicos que eran más baratos mediante fuertes aranceles aduaneros, igual que habían hecho los británicos con
la India. Sin estas medidas la mitad de la industria textil que se estaba creando en Nueva Inglaterra habría desaparecido, estiman los historiadores económicos, con efectos a gran escala sobre el crecimiento económico en general»

Chomksy sobre América Latina

jueves, 30 de julio de 2015

Hegemonía y radicalización de la política


Fragmento de Construir Pueblo con Íñigo Errejón y Chantal Mouffe
Chantal Mouffe: Cuando uno vota, sentir que eso puede contribuir a un cambio y que su voto va a crear una real diferencia me parece fundamental. Es interesante porque en el actual modelo de postpolítica consensual al centro se elimina lo que en política es una cosa constitutiva: su carácter partisano. Como lo hemos visto, para pertenecer a un «nosotros» se necesita que haya un «ellos» y en el campo de la política democrática eso significa que ese «ellos» sea un adversario. Creo que una de las razones por las cuales en muchos países hay cada vez menos gente que se interese por la política, con el aumento constante de la abstención, es que la diferencia entre centro derecha y centro izquierda es tan mínima que no sienten que haya algo que esté realmente en juego. Me acuerdo cuando en 2002 en Francia hubo esa famosa elección donde Jospin, candidato socialista, fue eliminado en la primera vuelta por Jean-Marie Le Pen. Hablando con mis estudiantes les decía en broma que la diferencia entre Jospin y Chirac era como entre Coca-cola y Pepsi-cola. Jospin, que por cierto es una persona muy decente, tuvo la mala idea de decir en la campaña contra Chirac: «Yo no soy socialista». La mayoría de mis amigos me dijeron que no iban a votar por Jospin en la primera vuelta, solo en la segunda. La gente no se movilizó por Jospin porque no había pasión. Y de ese modo pasó Le Pen a la segunda vuelta dejando fuera a los socialistas.
Íñigo Errejón: Porque no hay nada sustancial en disputa. Las decisiones fundamentales se toman en esferas muy alejadas de la capacidad de control ciudadano y por poderes no electos. Los representantes, por su parte, cada vez se parecen más entre sí y menos a sus representados. En ausencia de confrontación de ideas y proyectos, la democracia languidece y crecen la renuncia, la desafección, la crisis de representación y la ocupación de las instituciones por poderes de minorías poderosas.
Chantal Mouffe: Por supuesto, lo que necesita la política es que algo sustancial esté en juego y que los ciudadanos tengan la posibilidad de escoger entre proyectos claramente distintos.
Íñigo Errejón: En mi opinión, en las situaciones de estrechamiento «post político» de la democracia, el grueso de las decisiones se está tomando en ámbitos que quedan fuera de la soberanía popular. Y sobre lo que decide la soberanía popular, la democracia, es sobre alternativas que son más bien variantes de un mismo consenso. Eso no puede marcar una diferencia real en la vida de los ciudadanos ni por supuesto despierta ningún tipo de pasión. Es normal, pues, que la gente abandone la política a los «expertos» o a las grandes maquinarias.
Chantal Mouffe: Claro, por eso es que en muchos países la gente no está interesada en la política. Una consecuencia de esto es el desarrollo del populismo de derecha. Hay que reconocer que los populistas de derecha, como es el caso actual de Marine Le Pen en Francia, entienden mucho mejor la naturaleza de la lucha política que la mayor parte de los partidos progresistas. Por ejemplo, ellos entienden la formación de identidades colectivas y que la política consiste en construir un «nosotros». También entienden el papel de los afectos colectivos —lo que yo llamo las pasiones— en la construcción de un «nosotros», así como la importancia de los símbolos y la necesidad de ofrecer una alternativa. Evidentemente la alternativa que ofrecen no es solamente completamente ilusoria sino también inaceptable para los progresistas. El problema es que los partidos de izquierda creen que solo se pueden utilizar llamados a la razón porque eso de movilizar las pasiones es lo que hace la derecha «fascista».
Íñigo Errejón: Claro, aquí eso pasa mucho. Especialmente para los sectores liberales que se dicen progresistas, toda pasión colectiva conlleva el germen del totalitarismo, lo cual es una forma de renuncia a cualquier ideal compartido de postular el tiempo plano del fin de la historia y por tanto de la posibilidad de cambiar lo injusto. Para estos sectores movilizar la pasión con algún tipo de identificación afectiva sería algo potencialmente totalitario porque la libertad contemporánea y madura estribaría en individuos solitarios que deciden asépticamente, a ser posible no en la calle, sino desde el sofá de casa. Estos sectores han visto horrorizados nuestro énfasis en recuperar los afectos en la política y el goce de compartir identificación. Lo que dices de los populismos reaccionarios o populismos de derecha me parece muy interesante, no solo por el fenómeno en sí, sino por lo que revela de lo que se está moviendo y de las posibilidades que se abren en nuestras sociedades y de quién va a ocupar ese espacio si no lo ocupan fuerzas democráticas. Por una parte yo creo que los populismos reaccionarios han sido capaces de recuperar la idea-fuerza de comunidad, de que hay que construir una comunidad en un momento en el que hay más incertidumbre, más precariedad, más miedo, más inseguridad hacia el mañana, reconstruir una «idea-fuerza» de comunidad, que una fantasía liberal-conservadora descartó demasiado pronto.
Chantal Mouffe: Además no les fue difícil recuperar esa idea de comunidad, dado que los teóricos de la tercera vía han declarado que las identidades colectivas se han vuelto obsoletas y que hemos entrado en la era del individualismo.
Íñigo Errejón: Por otra parte está la cuestión del discurso políticamente incorrecto. La posibilidad de un discurso antiestablishment que haga frente a las élites, a sus costumbres y a sus palabras y que lo haga sin reparos, y también sin reparos a ser atacado, es un valor en los momentos de descomposición de las lealtades tradicionales. La audacia, incluso si conlleva que el adversario te ataque más o te dé más duro, es un valor. Y es un valor que si las fuerzas democráticas o progresistas no asumen, lo va a asumir claramente la ultraderecha.
En nuestro caso nacimos impugnando, con humildad pero también con osadía, una cierta pusilanimidad de la izquierda existente, que parecía haber olvidado que la democracia y la conquista de derechos exigen valor para restaurar el respeto por los de abajo, y que eso puede obligar a escoger posiciones y perder la sonrisa o la palmada en el hombro de los privilegiados. Cuando un orden es injusto, hay que atreverse a nombrarlo y a desafiarlo. Nosotros lo hemos hecho y lo estamos pagando, la reacción del conjunto de sectores que defienden el statu quo está siendo feroz. Quizás la diferencia entre las diferentes formas de construir identidades populares sea fundamentalmente esta: quién es el adversario, con quién confrontas.
Chantal Mouffe: El discurso antiestablishment puede ser articulado de varias maneras y por eso es muy importante no abandonarlo a las fuerzas de derecha. En el caso de Grecia es evidente que si no hubiera existido Syriza, el partido neonazi Amanecer Dorado tendría mejores resultados que los que tiene ahora.
Íñigo Errejón: Claro, y ahí siempre está la discusión de ¿cómo se combate a los populismos de derecha? Hay una idea entre las fuerzas de izquierdas que es muy equivocada, que entiende que si se hace un discurso similar —en el sentido de «popular»— se les está ayudando, allanando el camino. Cuando en realidad yo creo que lo que les ayuda es dejarles todo ese terreno de los afectos colectivos libre para ellos; así como otro terreno clave, que es el de la hegemonización de la identificación nacional. Es un error regalarle a las fuerzas más reaccionarias la posibilidad de representar ellos una idea de país, un proyecto de patria fuerte construida contra los más débiles, contra los que vienen de afuera, contra las naciones minoritarias o en forma chauvinista en vez de reconstruir una idea cívica, popular y democrática de país, con instituciones sólidas y garantistas, solidario e incluyente. Un patriotismo democrático, progresista y popular.
Chantal Mouffe: Encuentro que es un problema real que en la izquierda haya generalmente una actitud muy negativa respecto de la idea misma del patriotismo como si solo pudiera manifestarse bajo formas reaccionarias.
Íñigo Errejón: La pelea por la hegemonización, por la identificación nacional, me parece que es clave. Otra idea importante es cómo la ultraderecha, que no es clasista, es decir, que no basa su política en las clases sociales, ha sido capaz de interpelar a sectores más diversos y construir potencialmente bloques nacional-populares más amplios.
Chantal Mouffe: Ellos son los gramscianos realmente.
Íñigo Errejón: Gramscianos de derechas.
Chantal Mouffe: Sí, absolutamente. Desgraciadamente ellos han entendido a Gramsci mejor que muchos sectores de la izquierda. Me acuerdo de que antes de escribir Hegemonía y estrategia socialista, cuando publiqué mi primer artículo sobre Gramsci, donde trataba de defender una lectura no economicista de su concepto de hegemonía, mi interpretación fue criticada por marxistas como Perry Anderson. Dio la casualidad de que estábamos juntos dando seminarios en el CENDES en Caracas y que tanto Anderson como yo hablábamos de Gramsci. Los estudiantes estaban bastante perplejos porque proponíamos lecturas divergentes. En la misma época en Francia la «Nueva Derecha», un grupo intelectual dirigido por Alain de Benoit, organizó un coloquio para promover un «gramscismo de derecha», insistiendo sobre la importancia de la lucha por la hegemonía. La izquierda por su parte no podía entender la naturaleza de esa lucha porque interpretaba la hegemonía en términos de imposición de la ideología dominante. Me temo que el aporte de Gramsci todavía no haya sido realmente asimilado por la izquierda.

Reflexiones de Marta Harnecker



Marta: voy divulgar en mi blog. Desde luego no estoy de acuerdo que nuestro proyecto es bueno para todos. Hay grandes sectores de clase media que son y serán afectados negativamente con el triunfo de nuestro proyecto pues él restringe muy drásticamente sus posibilidades de consumo de bienes y de servicios (principalmente los domésticos). Es verdad que podrán disminuir sus gastos en educación, salud, transportes pero quizás no les podremos ofrecer la misma calidad que el dinero puede obtener en una sociedad capitalista. No debemos subestimar también el rol del terror que paraliza grandes sectores de la población por recelo de la represión policiaca y militar.
 
Cuanto al desarrollo de un aparato de comunicación concuerdo de A a Z con su necesidad. Necesitamos sin embargo de proyectos diferenciados desde periódicos (virtuales e impresos) para grande público que busque formas creativas de diálogo con las grandes masas y que les ofrezca un horizonte de diversión dentro del espíritu creativo de nuestra cultura popular, hasta una prensa especializada que obtenga apoyo de varios sectores económicos a través de un debate abierto y honesto. En general no tenemos buena preparación para esto… Tenemos que profundizar el debate y sacarlo del ataque al otro lado para el desarrollo de nuestra propia capacidad de comunicación. Estoy enviando este texto y el tuyo para incluir en mi blog.
 
 

A la conquista de una nueva hegemonía
 

Marta Harnecker
29 octubre 2012
 
Extractos de la última parte e índice del artículo que aparece completo en:
 
 
155. Tenemos que preguntarnos por qué, si nuestro proyecto de sociedad alternativa al capitalismo es un proyecto hermoso, profundo, transformador, y refleja los intereses de la gran mayoría de la población, los gobiernos que se han propuesto construirlo no cuentan con todo el apoyo popular con el que debieran contar.

156. Yo pienso que en gran medida esto se explica porque una parte importante de la población no conoce nuestro verdadero proyecto. Los medios opositores se encargan de deformarlo, de crear falsas alarmas y, muchas veces, logran aterrorizar a la gente acerca del futuro que les espera. Pero ellos no son los únicos culpables de esta situación. Nosotros también hemos contribuido a ella. Solemos tener grandes debilidades al comunicar el proyecto. No destinamos suficiente tiempo ni recursos ni creatividad a esta tarea. Y, lo más grave, muchas veces, con nuestra propia forma de vivir estamos negando ese proyecto. Proponemos crear una sociedad democrática, solidaria, transparente, no corrupta y estamos asumiendo prácticas autoritarias, clientelares, egoístas, poco transparentes. Muchas veces hay una gran distancia entre lo que predicamos y lo que vivimos y nuestra prédica se hace entonces poco creíble.

157. No podemos asombrarnos, entonces, de que haya importantes sectores de la sociedad que aún no se identifican con nuestro proyecto y que es necesario ir conquistando. Tenemos que procurar corregir estos errores y superar estas desviaciones, ya que sólo así podremos llegar a ganar la hegemonía sobre la sociedad.

158. Finalmente, para terminar este trabajo, no quiero dejar de repetir lo que ya he dicho innumerables veces: para ganar la hegemonía se necesita una nueva cultura de la izquierda. Una cultura pluralista y tolerante, que ponga por encima lo que la une y deje en segundo plano lo que la divide. Necesitamos militantes de izquierda que promuevan valores como: la solidaridad, el humanismo, el respeto a las diferencias, la defensa de la naturaleza; que rechacen el afán de lucro y las leyes del mercado como principios rectores de la actividad humana, que comiencen a darse cuenta que la radicalidad no está en levantar las consignas más radicales ni en realizar las acciones más radicales —que sólo unos pocos siguen porque asustan a la mayoría—, sino en ser capaces de crear espacios de encuentro y de lucha para amplios sectores. Una izquierda que entienda que es en la lucha donde los seres humanos crecemos y nos transformamos. Constatar que somos muchos los que estamos en la misma lucha es lo que nos hace fuertes, es lo que nos radicaliza. 

miércoles, 29 de julio de 2015

Hegemonía y Bloque Histórico: Antonio Gramsci


► El aspecto esencial de la hegemonía de la clase dirigente reside en su monopolio intelectual ► Para Gramsci, el terreno esencial de la lucha contra la clase dirigente se sitúa en la sociedad civil


Ernesto Ortiz Diego   |   El análisis del bloque histórico como relación entre dos movimientos dicotómicos (estructura-superestructura y sociedad civil-sociedad política) muestra la importancia de la sociedad civil en el seno del bloque histórico. Esta importancia la volvemos a encontrar en la traducción política de esta noción: la hegemonía.  Antes de los Cuadernos la noción de hegemonía apenas si aparece en la literatura marxista. No obstante, el mismo Gramsci rechaza la paternidad de este concepto a la vez que subraya su importancia. Gramsci reconoce como deudor a Lenin quien comenzó a teorizar sobre gegemoniya (hegemonía). De ahí que sea conveniente examinar el origen de esta noción de hegemonía antes de analizar los desarrollos esenciales que Gramsci le consagra en los Cuadernos.

El concepto de hegemonía: de Lenin a los 'Cuadernos'

En varias oportunidades ve el origen de esta noción en la obra y en la acción política de Lenin. En los Cuadernosafirma que “el principio teórico-práctico de la hegemonía” es “el aporte teórico máximo de Ilich (Lenin) a la filosofía de la praxis. Se trataría incluso del desarrollo más importante del marxismo contemporáneo ya que “el momento de la hegemonía o de la dirección cultural es sistemáticamente revalorizado en oposición a las concepciones mecánico fatalistas del economicismo.

Así, fue posible afirmar que el rasgo esenciales de la más moderna filosofía de la praxis consiste precisamente en el concepto histórico-político de hegemonía”. Para Antonio Olivé el primero en teorizar sobre gegemoniya fue Plejanov desde finales de 1908 hasta 1917. Le siguió Axelrod en 1898. La lectura de Alcuni temi della questione meridionale muestra, sin embargo, que Gramsci distingue hegemonía y dictadura del proletariado; esta última es “dirección” a la vez que “dominación” de la sociedad, vale decir control de la sociedad civil y de la sociedad política. Este resultado sólo puede ser obtenido si la clase obrera ensancha la “base social” de su dirección, gracias a este caso el campesinado, del que habrá obtenido el “consentimiento”. Este análisis contiene ya toda la riqueza de losCuadernos, y permite apreciar la continuidad leninista y el aporte gramsciano respectivamente. 

En sus escritos sobre gegemoniya Lenin insiste sobre el aspecto puramente político de la hegemonía; en ellos, el problema esencial es el desplazamiento, por la violencia, del aparato de Estado: la sociedad política es el objetivo y, para alcanzarlo, es necesaria una hegemonía política previa. Hegemonía política, puesto que la sociedad política tiene prioridad sobre la sociedad civil en sus preocupaciones estratégicas, y sólo tiene de éstas, por lo tanto, el aspecto político, tanto más porque, la sociedad civil era muy débil en Italia. 

Para Gramsci en cambio, el terreno esencial de la lucha contra la clase dirigente se sitúa en la sociedad civil: el grupo que controla la sociedad civil es el grupo hegemónico y la conquista de la sociedad política remata esta hegemonía extendiéndola al conjunto del Estado (sociedad civil + sociedad política). La hegemonía gramsciana es primacía de la sociedad civil sobre la sociedad política; en el análisis leninista, la relación es exactamente la inversa. 

Hegemonía y Bloque Histórico

El aspecto esencial de la hegemonía de la clase dirigente reside en su monopolio intelectual, es decir, en la atracción que sus propios representantes suscitan entre las otras capas de intelectuales: “los intelectuales de la clase históricamente (y desde un punto de vista realista) progresiva, en las condiciones dadas, ejerce una tal atracción que acaban por someter, en último análisis, como subordinados, a los intelectuales de los demás grupos sociales y, por tanto, llegan a crear un sistema de solidaridad entre todos los intelectuales, con vínculos de orden psicológico (vanidad, etc.) y a menudo de esta (técnico-jurídicos, corporativos, etc.). Esta atracción termina por crear “un bloque ideológico” –o bloque intelectual- que liga las capas intelectuales y a los representantes de la clase dirigente. 

Hegemonía y dictadura 

Gramsci utiliza el término dictadura o dominación para definir la situación de un grupo social no hegemónico que domina la sociedad por la sola coerción, gracias a que detenta el aparato de Estado. Este grupo no tiene –o ha dejado de tener– la dirección ideológica; encontramos una situación así en dos casos, que son casos de crisis del bloque histórico:

– una clase que detentaba la hegemonía en el seno del bloque histórico la pierde en provecho de un nuevo sistema hegemónico, y logra mantenerse sólo por la fuerza: es el fenómeno fascista. 

– una clase que aspira a la hegemonía se apodera del aparato de Estado; es el caso de la Revolución rusa de 1917. 

Aunque la hegemonía y la dictadura puedan estar combinadas, su carácter permanece sin embargo bien delimitado: frente a la hegemonía, donde domina la sociedad civil, la dictadura representa la utilización de la sociedad política. 

Hegemonía y transformismo

La distinción hegemonía-dictadura no es siempre esquemática. Si bien uno de los aspectos esenciales de un sistema hegemónico coherente consiste en la construcción de un poderoso “bloque ideológico”, este bloque puede igualmente ser utilizado por la clase fundamental, de tal forma que su función no sea dirigente sino dominante. Una situación así se produce en el caso del “transformismo”, es decir, cuando la clase dominante integra a los intelectuales de otros grupos sociales decapitando así su dirección política e ideológica. 

Esta política de decapitación intelectual de las clases subalternas se extiende entonces a todas las capas intelectuales; el transformismo en su aspecto parlamentario y “oficial”. 

Al término de este análisis del transformismo, podemos considerar que históricamente son posibles dos situaciones duraderas: 

– la hegemonía, donde la sociedad civil tiene superioridad sobre la sociedad política y la clase fundamental, más dirigente que dominante, utiliza el bloque ideológico de los intelectuales para controlar los grupos auxiliares, sin tener en cuenta los intereses propios de estos grupos;

– la dominación, donde la sociedad política se adelanta a la sociedad civil y utiliza el bloque ideológico para neutralizar al resto de las clases, absteniéndose de todo compromiso con ellas. En este caso, la dominación de la clase fundamental es más difícil, puesto que no se apoya sobre una base social extensa sino sobre una coerción “inteligente”, exponiéndose así a la formación de una eventual coalición hostil. 

A estos dos casos, Gramsci contrapone las situaciones transitorias de hegemonía o dictadura pura y simple: hegemonía antes de la toma del poder, cuando la clase dominante opta por una política de alianzas, y dictadura, cuando esta clase pierde el control de la sociedad civil. 

Hegemonía y bloque histórico

El análisis del papel del Piamonte en la formación de la unidad italiana, tal como surge de las notas de los Cuadernos consagradas al Risorgimento, tiene esencial importancia para comprender la naturaleza real de la hegemonía y sus relaciones con el bloque histórico. 

Este análisis de Gramsci no se limita, por otra parte, solamente a la burguesía, sino que es válido para toda clase social fundamental. Es así que, tanto en sus artículos de L'Ordine Nuovo como en los Cuadernos, encontramos la misma afirmación, esta vez a propósito de Rusia: la toma del poder por la nueva clase fundamental –el proletariado- constituye el modelo para la conquista del Estado que la clase obrera italiana debe imitar. La identificación que Gramsci señalaba entre Francia y la Revolución de 1789, la reencontramos en la que establece entre Rusia y la Revolución de 1917: esta continuidad explica en gran parte de las numerosas comparaciones entre los jacobinos y los bolcheviques, entre la hegemonía de la burguesía francesa y la del proletariado ruso, entre los principios estratégicos. 

Pero el análisis puede igualmente limitarse al nivel local: es así que, al examinar el rol de los jacobinos durante la Revolución francesa, Gramsci muestra cómo la burguesía logró asentar sólidamente su hegemonía en París sobre otros grupos urbanos, formando allí un “bloque urbano” es decir, un bloque histórico local por medio del cual ejerció su hegemonía sobre el resto del país y formó un bloque histórico nacional. 

Algunos exégetas de Gramsci, cometiendo un grave error de interpretación utilizan el término “bloque histórico dominante”. Según esta perspectiva, “bloque histórico dominante” califica al sistema hegemónico de la clase dirigente, es decir, su dirección sobre los grupos auxiliares, al que se opone el futuro “nuevo bloque histórico”, es decir, el sistema hegemónico que reagrupará a las clases subalternas. Una deformación así muestra la incomprensión de la noción de bloque histórico, ya que éste agrupa al conjunto de la estructura y de la superestructura y, por lo tanto, a las clases subalternas y al sistema hegemónico en conjunto.

El único caso de bloque histórico “dominante” es aquel que consideramos precedentemente, es decir, un bloque histórico local que permite realizar la hegemonía a nivel nacional. 

Como lo muestra el análisis de la clase social de la hegemonía, este error de interpretación no ha sido sin embargo la única deformación que ha sufrido la concepción gramsciana de la hegemonía.

Hegemonía y alianza de clases

Es verdad que en Alcuni temi della questione meridionale Gramsci propone, a propósito de las clases subalternas (clase obrera, campesinado), una alianza de clases: “el proletariado puede devenir en clase dirigente y dominante en la medida en que logre crear un sistema de alianza de clases (…) lo que significa, en las relaciones de clase reales existentes en Italia, en la medida en que logre obtener el consentimiento de las masas campesinas”. Este texto, anterior a los Cuadernos, es uno de aquellos en los que Gramsci utiliza el término de alianza de clases. ¿Significa esto que Gramsci asimila hegemonía y alianza? En realidad, no hay nada de eso. 

Al subrayar la importancia de las relaciones de clase reales existentes en Italia, Gramsci muestra que frente al poder de la burguesía, la clase obrera debe proponer un compromiso amplio y conforme a los intereses de las otras capas subalternas, fundamentalmente campesinado. Esta alianza igualitaria no debe ocultar, son embargo, el carácter profundamente hegemónico de la dirección del proletariado: la insistencia de Gramsci en recordar el rol hegemónico del partico comunista y su carácter obrero, el carácter de clase fundamental a nivel económico de la clase obrera, muestra que está hablado de hegemonía aunque ésta tenga en cuenta ampliamente los intereses de las clases aliadas. 

Cualquiera sea la naturaleza del compromiso precedente entre la clase dirigente y los grupos aliados, éste tiene por objeto ampliar la base social de la hegemonía ejercida por la clase fundamental en el nivel de la estructura económica. 

Sistema hegemónico y clases subalternas

El análisis gramsciano de la hegemonía lleva a distinguir tres tipos de grupos sociales en el interior del bloque histórico: por una parte, la clase fundamental que dirige el sistema hegemónico; por otra, los grupos auxiliares que sirven como base social de la hegemonía y de semillero para su personal; por último, excluidas del sistema hegemónico, las clases subalternas. 

El régimen normal en las relaciones entre las clases dirigentes –incluido su sistema hegemónico en general- y las clases subalternas, en el de dominación, es decir, la utilización predominante o exclusiva de la sociedad política. Esta solución se explica por el hecho de que, la clase fundamental tiene como principales enemigos a los grupos que estiman que el nuevo bloque histórico ha sido ya superado.

El aspecto coercitivo de las relaciones entre la clase dirigente y las clases subalternas aparece bajo tres aspectos: 

– el primer caso es aquel en el cual las clases subalternas juega un rol decisivo para la victoria de la clase fundamental, hegemónica sobre estos grupos sociales. Dada esta situación, puede suceder que los grupos subalternos obliguen a la clase dirigente a sobrepasar sus objetivos e incluso sus posibilidades reales; así, durante la Revolución francesa, los jacobinos, bajo el empuje popular, rebasaron los objetivos de la burguesía ampliando considerablemente la base social de su hegemonía, lo que explica la vuelta hacia atrás que opera la burguesía: los jacobinos condujeron a la burguesía francesa a posiciones mucho más avanzadas que “las que podían consentir las premisas históricas, y de ahí su retroceso y la función de Napoleón I, quien “representó, en última instancia, el triunfo de las fuerzas burguesas orgánicas contra las fuerzas pequeñoburguesas jacobinas”. Esto no significa que la burguesía haya renunciado a ejercer una función hegemónica, sino que la dirección que ejerce se limita a ciertos grupos auxiliares y en un sentido más favorable a la burguesía. En cuanto a los grupos subalternos, en especial los urbanos, se vuelcan a la oposición y su control se efectúa por la pura coerción, es decir, por intermedio de la sociedad política; 

– la segunda hipótesis es la del transformismo, es decir, la preeminencia de la sociedad política sobre la sociedad civil: la clase dominante se contenta con mantener su dominación sobre los grupos subalternos manteniéndolos en la pasividad política: para ello los separa pacíficamente de sus élites subordinándolas en su clase política. 

– el tercer caso que Gramsci considera es el de la dictadura pura y simple, es decir, el uso exclusivo de la sociedad política para dominar a las clases subalternas. Una situación así es peligrosa para la clase dominante, en tanto implica su falta de control sobre la sociedad civil: el bloque histórico está en crisis y la etapa no puede ser sino transitoria. 

La consecuencia de la ausencia total de hegemonía –siempre que no sea momentánea- de la clase dirigente sobre las clases subalternas es la falta de unidad y de homogeneidad de estas clases: “Las clases subalternas, por definición, no se han unificado y no pueden unificarse mientras no puedan convertirse en “Estado”: su historia, por tanto, está entrelazada con la de la sociedad civil, es una función “disgregada” y discontinua de la historia de la sociedad civil y, a través de ella, de la historia de los estados o grupos de estados”. 

Pertenencia discontinua a la sociedad civil, porque la historia de las clases subalternas no es sino la de una tentativa siempre renovada por unificarse y formar un nuevo sistema hegemónico y, por lo tanto, una sociedad civil. Pero la clase dirigente responde a estas tentativas con la decapitación ideológica y física, con el uso de la coerción. 

El ejemplo de las clases subalternas señala que el problema de las relaciones hegemonía-dictadura aparece, en último análisis, en la estructura, y el rol del bloque ideológico en la naturaleza del vínculo que lo une a las distintas clases sociales, es decir, en la posición de los intelectuales en el seno del bloque histórico.