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viernes, 22 de enero de 2016

Democracia y desigualdad: del 1%, por el 1%, para el 1% - Joseph Stiglitz


La creciente desigualdad económica se traduce en una menor igualdad de oportunidades para los ciudadanos. Distribuir mal la riqueza socava la eficiencia de la economía y deslegitima la democracia.

Es inútil fingir que lo que ocurre en realidad no ocurre. Actualmente, el uno por cien más rico de los ciudadanos estadounidenses se lleva casi un cuarto de los ingresos del país, cada año. El uno por cien de los más ricos controla el 40 por cien de la riqueza del país. Su destino es mucho más halagüeño que en el pasado. Hace 25 años, el 12 por cien de los más ricos controlaba el 33 por cien de la riqueza. Habrá quien celebre el ingenio que ha llevado la buena fortuna a esas personas y habrá quien argumente que la marea alta hace subir a todas las barcas. Se trataría no obstante de posturas llamadas a engaño.

Mientras que ese uno por cien más rico ha visto sus ingresos incrementarse en un 18 por cien durante la última década, quienes ocupan la mitad inferior de la tabla han visto los suyos caer. Además, los ingresos de los hombres con solo estudios secundarios han sufrido un descalabro, menguando un 12 por cien en el último cuarto de siglo. Solo se han beneficiado del crecimiento de las últimas décadas –y más allá– los más ricos. En términos de igualdad de ingresos, Estados Unidos se sitúa por detrás de todos los países de esa Europa “fosilizada” que el presidente George W. Bush solía ridiculizar. Entre nuestros pares se encuentran Rusia, con sus oligarcas, e Irán. Mientras que muchos de los antiguos epicentros de desigualdad de América Latina, como Brasil, se han esforzado en los últimos años –con bastante éxito– por aliviar las dificultades de los más desfavorecidos y reducir la brecha entre los ingresos, EE UU ha permitido que la desigualdad crezca.

Los economistas intentaron ya hace tiempo justificar las vastas desigualdades que tan perturbadoras parecían a mediados del siglo XIX, desigualdades que apenas son una pálida sombra de lo que vemos hoy en EE UU. A modo de justificación, a los economistas se les ocurrió lo que vino a llamarse “teoría de la productividad marginal”. En resumidas cuentas, esa teoría asociaba mayores ingresos con mayor productividad y mayor contribución a la sociedad. Se trata de una teoría muy querida por los ricos, desde siempre. No obstante, las pruebas que demuestran su validez son insustanciales. Los ejecutivos que han contribuido a provocar la recesión de los últimos años –y cuya contribución a la sociedad y a sus propias empresas ha sido profundamente negativa– han seguido recibiendo sustanciosas bonificaciones. En algunos casos, las compañías sentían tal reparo por llamar a esas recompensas “bonificaciones por rendimiento” (performance bonuses) que se vieron obligadas a rebautizarlas como “bonificaciones por mantenimiento” (retention bonuses), aunque lo único que se mantuviese fuera un mal rendimiento. Quienes han contribuido con grandes y positivas innovaciones a nuestra sociedad, desde los pioneros del conocimiento genético a los de la era de la información, reciben una miseria en comparación con los responsables de las innovaciones de índole financiero, que han puesto la economía global al borde de la ruina.



Desigualdad y oportunidades

Ante la desigualdad de ingresos algunos se encogen de hombros. ¿Y qué, si una persona gana y otra pierde? Lo que importa, arguyen, no es cómo se reparta la tarta, sino el tamaño de la tarta. Tal argumento es intrínsecamente falaz. Es improbable que una economía en la que la situación de la mayoría de ciudadanos vaya a peor, año tras año, –como la estadounidense– pueda funcionar a largo plazo. Son varias las razones que explican esto.

En primer lugar, una desigualdad creciente es la cara oculta de otro fenómeno: el decrecimiento de las oportunidades. Cada vez que disminuye la igualdad de oportunidades dejamos de explotar uno de nuestros activos más valiosos, las personas. En segundo lugar, muchas de las distorsiones que llevan a la desigualdad –como las asociadas al poder monopolístico y al tratamiento fiscal preferencial en razón de intereses particulares– socavan la eficiencia económica. Esta nueva desigualdad evoluciona creando nuevas distorsiones que a su vez erosionan aún más la eficiencia. Un ejemplo: demasiados estadounidenses jóvenes y con talento han optado por dedicarse a las finanzas, vistos sus astronómicos dividendos, en lugar de a otros campos desde los que podrían contribuir a una economía más sana y productiva.

La tercera razón, y quizá más importante, es que una economía moderna requiere “acción colectiva”: es necesario que el gobierno invierta en infraestructuras, educación y tecnología. EE UU y el mundo se han beneficiado enormemente de la investigación, patrocinada desde los gobiernos, la cual ha desembocado en la aparición de Internet, los avances en sanidad pública, etcétera. Sin embargo, EE UU lleva mucho tiempo sufriendo una inversión insuficiente en infraestructuras (miren en qué condiciones se encuentran autopistas, puentes, ferrocarriles y aeropuertos), en investigación básica y en educación de todos los niveles. Y nos esperan más recortes en estas áreas.

Nada de esto debería sorprendernos: es lo que ocurre cuando en una sociedad la riqueza se distribuye asimétricamente. Cuanto más dividida está una sociedad en términos de riqueza, más reacios se muestran los ricos a gastar dinero en necesidades comunes, ya que no necesitan que el gobierno haga parques ni proporcione educación, atención médica o seguridad personal: ellos pueden comprar todas esas cosas. En el proceso, se distancian de la gente corriente, perdiendo cualquier tipo de empatía. Se preocupan además de que el gobierno no sea demasiado fuerte, de que no pueda aplicar sus poderes para ajustar el desequilibrio y quitarles así parte de sus riquezas e invertirlas en el bien común. El uno por cien más rico puede quejarse sobre el tipo de gobierno que tenemos en EE UU, pero en realidad están encantados con él: está demasiado estancado como para redistribuir riqueza alguna y demasiado dividido como para hacer otra cosa que no sea bajar impuestos.



La clave: política fiscal

Los economistas no están seguros de cómo explicar al detalle por qué sigue creciendo la desigualdad en EE UU. Desde luego, las dinámicas habituales de oferta y demanda han desempeñado su papel: por un lado, la tecnología ha permitido ahorrar mano de obra y ha reducido la demanda de muchos puestos de trabajo “buenos” para la clase media trabajadora. La globalización ha creado un mercado mundial en el que se confrontan los caros trabajadores no cualificados estadounidenses con los baratos trabajadores no cualificados de otros países. Los cambios sociales también tienen parte de responsabilidad, a saber, el declive de los sindicatos, que antaño representaban a un tercio de los trabajadores estadounidenses y hoy día solo al 12 por cien.

En gran medida, sin embargo, la razón por la que existe tanta desigualdad es porque el uno por cien más rico así lo desea. El ejemplo más obvio tiene que ver con la política fiscal. La bajada de los impuestos sobre las plusvalías, que es como los ricos obtienen gran parte de sus ingresos, ha dado manga ancha a los más adinerados. Los monopolios y cuasimonopolios siempre han constituido una fuente de poder económico –desde John D. Rockefeller, a principios del siglo XX, a Bill Gates, a finales–.

La laxa observancia de las leyes antimonopolio, especialmente durante los gobiernos republicanos, ha sido miel sobre hojuelas para el uno por cien más rico. Gran parte de la desigualdad de hoy se debe a la manipulación del sistema financiero, potenciada por cambios en la reglamentación que la propia industria financiera ha pedido y pagado, en lo que ha sido una de las mejores inversiones de su historia. El gobierno prestaba dinero a las instituciones financieras a un interés cercano a cero y ofrecía generosos rescates con condiciones muy favorables cuando todo lo demás fallaba. Ante la falta de transparencia y los conflictos de interés, los legisladores hacían la vista gorda.

Cuando consideramos el descomunal volumen de riqueza controlado por el uno por cien de los ciudadanos más ricos de EE UU, es lógico concluir que la creciente desigualdad es otro ejemplo del típico logro estadounidense: comenzamos en puestos rezagados, pero ahora ocupamos la primera línea de la desigualdad mundial. Y parece que nos apoyaremos en este logro durante unos cuantos años, pues las circunstancias que lo hicieron posible se fortalecen a sí mismas. La riqueza engendra poder y el poder engendra más riqueza. Durante el escándalo de las sociedades de ahorro y crédito inmobiliario de la década de los ochenta –escándalo cuyas dimensiones, miradas hoy, parecen casi pintorescas–, una comisión del Congreso preguntó al banquero Charles Keating si los 1,5 millones de dólares que había repartido entre algunos cargos electos clave servirían para comprar su apoyo: “Definitivamente, espero que sí”, contestó.

El Tribunal Supremo, en su reciente caso Citizens United, ha consagrado el derecho de las empresas a comprar al gobierno, pues elimina los límites de sus aportaciones a las campañas electorales. Lo personal y lo político están hoy perfectamente alineados. La casi totalidad de los senadores y la mayoría de los representantes de Capitol Hill pertenecían ya al uno por cien más rico cuando ocuparon su cargo. Mantienen su puesto gracias al dinero de otros miembros de ese uno por cien y saben que, si sirven a ese uno por cien, serán recompensados al retirarse. Quienes diseñan las políticas clave sobre comercio y economía provienen en su gran mayoría del uno por cien más rico. Las empresas farmacéuticas reciben un regalo de un billón de dólares en forma de ley que prohíbe negociar los precios al gobierno, el mayor comprador de medicamentos del país. No debe sorprendernos. Tampoco que del Congreso no salga ninguna ley fiscal que no recorte impuestos para los ricos. Así es como se espera que funcione el sistema dado el poder del uno por cien más rico.

La desigualdad distorsiona la sociedad de todas las maneras imaginables y tiene, por ejemplo, un efecto claro sobre el estilo de vida: quienes no forman parte del uno por cien más rico viven, cada vez más, por encima de sus posibilidades. El goteo de la riqueza desde las capas altas a las medias es quizá una quimera en nuestra economía; los comportamientos, sin embargo, sí que se filtran.
También la desigualdad distorsiona de manera radical la política exterior del país. El uno por cien más rico rara vez sirve en el ejército: lo cierto es que unas fuerzas armadas de voluntarios no pueden pagar lo suficiente como para llamar la atención de sus hijos e hijas (y el patriotismo tiene un límite). Tampoco las clases más adineradas sufren el aguijonazo de la subida de impuestos cuando el país va a la guerra: se pagará todo con dinero prestado. La política exterior, por definición, se ocupa de equilibrar los intereses y recursos nacionales. Con el uno por cien más rico al mando, y sin pagar precio alguno, las nociones de equilibrio y moderación saltan en pedazos. Podemos embarcarnos en aventuras sin límites: las empresas y contratistas las apoyarán si no es para ganar más.

Las reglas de la globalización económica se han diseñado asimismo para beneficiar a los ricos, pues fomentan la competitividad entre las empresas de los países, lo que provoca la bajada de impuestos a las empresas, debilita la protección sanitaria y ambiental y mina lo que solíamos considerar derechos laborales “fundamentales”, como el convenio colectivo. Tratemos de imaginar cómo sería el mundo si las reglas estuvieran diseñadas para fomentar la competitividad, no entre las empresas sino entre los trabajadores de cada país. Los gobiernos competirían por proporcionar seguridad económica, impuestos reducidos para quienes ganan sueldos medios, una buena educación y un medio ambiente limpio: cosas que preocupan a los trabajadores. Pero el 1 por cien más rico no tiene que preocuparse de todo eso. O, más exactamente, cree que no tiene que preocuparse.



Identidad y sociedad justa

De todos los costes impuestos a nuestra sociedad por el uno por cien más rico, quizá el mayor sea la erosión de nuestro sentido de la identidad, en el que desempeñan un papel tan importante el juego limpio, la igualdad de oportunidades y el sentido de comunidad. EE UU siempre se ha jactado de ser una sociedad justa donde todos tienen las mismas oportunidades de salir adelante, pero las estadísticas sugieren lo contrario: las oportunidades de llegar a la cumbre para un ciudadano sin recursos, o siquiera para un ciudadano de clase media, son menores en EE UU que en muchos países de Europa. Los pobres llevan las de perder.

Esa misma percepción de la injusticia de un sistema que niega oportunidades ha desencadenado las revueltas en Oriente Próximo: los precios de los alimentos al alza y el paro siempre creciente entre los jóvenes solo fueron la chispa que prendió la mecha. El desempleo juvenil en EE UU ronda el 20 por cien (y en algunos lugares y entre ciertos grupos demográficos, dobla esa cifra); uno de cada seis estadounidenses es incapaz de encontrar un empleo a tiempo completo; uno de cada siete depende de cupones de alimentos para comer (y la misma cantidad sufre “inseguridad alimentaria”). Todo lo anterior demuestra que hay algo que ha bloqueado el cacareado “goteo de riqueza” desde el uno por cien más rico al resto. Y, a la vez, tiene un efecto predecible: la alienación. En las elecciones de 2008 solo votó el 21 por cien de jóvenes en la veintena (el mismo porcentaje que no tiene empleo).

En los dos últimos años millones de personas han tomado las calles para protestar contra las condiciones políticas, económicas y sociales de sus sociedades. Los gobiernos han caído en Egipto, Túnez y Libia. En Yemen y Bahréin se han producido protestas. Las mandatarios de los países de esa región siguen con nerviosismo los acontecimientos desde sus áticos con aire acondicionado: ¿quién será el siguiente? Su preocupación está justificada. En esas sociedades, una minúscula fracción de la población (menos del uno por cien) controla la inmensa mayoría de la riqueza en lugares donde esta es un factor determinante de poder y la corrupción de un tipo u otro es un modus vivendi enquistado, en los que los más ricos a menudo entorpecen activamente medidas que podrían mejorar las condiciones de vida de la mayoría de la población.

Mientras contemplamos el fervor popular deberíamos hacernos la siguiente pregunta: ¿cuándo despertará ese fervor en EE UU? En muchos sentidos, nuestro país se ha convertido en uno de esos lugares distantes y problemáticos.



Cuidar del vecino

Alexis de Tocqueville describió en una ocasión lo que él consideraba la piedra angular del genio particular de la sociedad estadounidense, algo que él llamaba “el egoísmo bien entendido”. Las dos últimas palabras son muy importantes. Todo el mundo es egoísta en sentido estricto: ¡quiero lo que es bueno para mí y lo quiero ahora mismo! El egoísmo “bien entendido” es otra cosa. Significa saber valorar que atender al egoísmo de los demás –en otras palabras, al bien común– es, de hecho, condición previa para el bienestar propio. Tocqueville no quería decir que ese planteamiento fuera noble o idealista. De hecho, proponía lo contrario. Los estadounidenses habían comprendido algo básico: cuidar del vecino no solo es bueno para el alma. También es bueno para los negocios.

El uno por cien más rico posee las mejores casas, la mejor educación, los mejores médicos y el mejor estilo de vida. Pero hay una cosa que el dinero parece no poder comprar: la conciencia de que su destino está indisolublemente ligado al de las vidas del otro 99 por cien. A lo largo de la historia, el uno por cien más rico siempre ha terminado dándose cuenta de eso. Demasiado tarde.

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